Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
Este año no tocaba ganar el Tour, estábamos con todo el escándalo del dopaje y de la sangre convertida en peces de hielo que luego los corredores se inyectaban para ir tirando. Este año se suponía que íbamos a hacer una edición especial de las bicicletas son para el juzgado, (un Malaya de las dos ruedas), y de repente dos españoles han cambiado el guión con sus piernas depiladas y humildad franciscana. Los franceses están a punto de perder en apenas un mes otra de las competiciones a las que estaban destinados, pero en esta ocasión Pereiro no ha tenido que dar un cabezazo a lo Materazzi. El miércoles los españoles nos fuimos despertando del letargo de la siesta por el tono in crescendo de los narradores de la carrera, aquello era como si «el tiqui-taca, Salinas» se hubiera prolongado hasta la final de Berlín. Unas montañas empinadas que subíamos a pedal batiente, la tele se llenó de epítetos coloristas y de planos asombrosos, un documental sobre el esfuerzo de las causas perdidas. Nadie contaba con Carlos Sastre y con Oscar Pereiro; se han colado en las apuestas como los pobres en la casa del rico en Viridiana. El ayudante de realización del Tour de Francia buscaba sus nombres y no aparecían en el guión, no estaban porque eran extras sin frase. Nada que ver con Induráin, que arrastraba una nube de informadores parecida a los fans de Shakira, nuestros dos héroes del Tour poco menos que llegaron a Estrasburgo montados en su bicicleta y haciéndose hueco con un timbre colocado en el manillar. Además, el hachazo lo dieron donde corresponde, en toda la épica de la montaña cuando canta la chicharra y nadie en su sano juicio saldría a pasear, no hay ni hormigas en la cuneta. A ver si va a ser lo mismo coronar La Croix de Fer cuando las piernas se vuelven columnas salomónicas, que ganar una contrarreloj con esos trajes de espermatozoide futurista. El mérito estuvo cuando Sastre le puso una rueda de mármol a la bicicleta de Landis, que se volvió estático e impotente como enanito de jardín. Y al día siguiente Floyd Landis apretó la emoción porque la épica es contagiosa. Apenas falta ese incómodo (pero inevitable) trámite de llegar a los Campos Elíseos sin caernos de la bicicleta, después de superar la contrarreloj de este sábado en Montceau les Mines. Si fuera un partido de fútbol estaríamos gritando «¡árbitro, la hora!». Hacía 20 años que no nos divertíamos tanto y que los kilómetros de asfalto no se hacían tan largos. Todo es un sueño pendiente hasta mañana, pero si tenemos en cuenta cómo empezó esta pesadilla, no está nada mal. El ciclismo es tan poderoso que puede cambiar el color de la esperanza de verde a amarillo, y es capaz de devolver la ilusión a los aficionados que mascullaban el final de este deporte entre las páginas de tribunales. No nos tocaba ganar pero tampoco le vamos a hacer el feo al Tour de devolverle la corona de laurel. Se hará todo lo posible.
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