Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
La mayor parte de los niños quiere ser Zidane y le disculpan el cabezazo porque una mala tarde la tiene cualquiera. Pero ser deportista sin sudar es algo imposible salvo en los videojuegos que consumen a todas horas, y mucho menos comiendo dulces.
En cierto sentido, los niños son pilotos de pruebas del Estado del paladar (un paso más allá del bienestar y la opulencia de este lado del paraíso). Sanidad pone en marcha un proyecto piloto que por el lado cardiosaludable no tiene una pega, pero sí por la parte del bochorno social. Sabido es que no hay nada más cruel, ni mayor dictadura que el patio de un colegio, allí dónde la educación no alcanza y campa la ley del lejano oeste: el que dispara más rápido lleva razón. Y en los patios, los niños gorditos tienen que sufrir lo indecible, las bromas de sus amables compañeros, siempre hay alguien que se encarga de recordarte que no corres bien, que te pesa el culo o que te apartes porque haces bulto. Es objeto de mucha risa cuando no cabes en el pupitre o cuando piden dibujo libre, y vas tú y pintas una vaca.
Como ex militante del colectivo de gordos del patio (y veterano de bromitas ácidas), me considero en la obligación de pedirle a la ministra del ramo que haga el experimento con la mayor discreción posible. No les ponga un sambenito a los gordos, por favor.
Si realmente quiere una ley efectiva que reduzca ese 16% de trotones, de los cuales la mitad tiene el hígado graso -como han recordado en un congreso celebrado recientemente en Granada-, habría que legislar contra las abuelas. Ellas son las culpables. En este caso no es como en la campaña contra el tabaquismo que se dirige a adultos, el niño gordito (entrañable y ensalzado en todas las series de televisión donde recibe pellizcos en los carrillos) es el sujeto pasivo de grandes males. ¡Qué culpa tendrá él de salir a bollo por visita!
Y después de las abuelas está el padre consentidor que le da dinero para que se compre un helado y se quite de en medio un ratito, para él controlar ombligos de playa. También el progenitor le podría dar dinero al niño para que leyera a Hegel (pero los libros de pensamiento no traen calcomanías de Piratas del Caribe, por eso gusta más la vainilla que un ensayo del estructuralismo de la Escuela de Frankfurt).
Unos por otros y al final ¡ole la grasa! que es el canto que lleva a este lamento. La señora ministra, a la que seguro le ampara la mejor de las intenciones, debería tener en cuenta que toda la prevención que haga en los colegios luego la desmonta una merienda con grandes cantidades de sirope y nata. Los niños se fían poco de los adultos, (sus motivos tienen), más que en la tierra prometida de las buenas campañas, creen en el cielo de la boca.
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