Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
La mano del hombre está detrás del gran cambio climático, no sólo en las boinas grises que cubren las ciudades sino en la escasez de lluvia, en las tormentas inesperadas, en los fríos polares de Moscú. También tiene la culpa de que una ballena calderón, o nariz de botella, haya aparecido en el Támesis a la altura de la Cámara de los Comunes para asomar su morro redondeado a la gran noria y al puente de Westminster. Los curiosos se agolparon en los márgenes del río, la ballena también les miraba, nadie estaba en su sitio, todo andaba alterado en una fría mañana de un invierno extraño. La lógica darwiniana nos dice que las ballenas no deben estar en los ríos, y la canción popular nos recuerda que por el monte las sardinas tralalá. De este desorden natural de las especies tenemos la culpa los que contaminamos sin piedad y los que se saltan el protocolo de Kioto a la pata coja, aquello de sembrar vientos para recoger calamidades. Enrique Badiola alerta de la llegada de las aves migratorias esta primavera, animales contaminados que podrían importar la peste aviar y contra el vuelo de las oscuras golondrinas pocos metros son los seis de valla que se levantaron en Melilla.
Somos animales aunque nos pongan corbata, despacho y tarjeta de visita. Por lo tanto igual de alterados por el desorden climático y también lo reflejamos en la piel aunque lo disimulemos con desodorante de aromas salvajes del caribe. Si las ballenas han extraviado la brújula, nosotros también. En apenas 13 meses el mar se ha comido las playas de gran parte de Asia, una tormenta sepultó Nueva Orleans, no menos de cinco huracanes salvajes atravesaron el Caribe como pandilleros juveniles y en Moscú se registran las temperaturas más bajas que se recuerdan (dicen que hace tanto frío que apenas merece la pena hablar de él, es mejor sobrellevarlo).Nuestra parte de condena es seguir instalados en otro invierno seco que amenaza a los pastos con volverlos serrín. Por lo tanto nos podemos preguntar quién está en su sitio: la ballena de río o el hombre asomado a la barandilla.
El animal cansado de comer bolsas de plástico y de nadar en petróleo derramado equivocó el rumbo para entrar en la city. Que fuera una ballena le ha dado un punto literario porque todos somos herederos de los cuentos del capitán Ahab y en torno a la ballena de Herman Melville nos hemos montado los cuentos más maravillosos.Que una ballena nade en el centro de Londres es equiparable a que los ciervos entren en las calles de Viena, algo que pertenece al mundo de la fantasía. Si hubiera sido un tiburón blanco, el relato hubiera sido otro distinto, pero comenzar una novela de terror con la aparición de una tierna ballena tampoco está mal.Habría que saber qué se cuece en la sociedad de los peces y qué opinión les merecemos como principal depredador del ecosistema.
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