Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
Tony Blair sí que sabe coger los problema por el talle: ni el fumeque, ni el botellón, ni el incumplimiento de las reglas de tráfico: lo importante son los vecinos. Hay que aplaudir esa ley que permite mandar a hacer gorgoritos a un plasta en tres meses no más tardar. Sin duda que estamos en el Año de Mozart pero un niño genio como él aparece cada diez siglos, en cambio genocidas del pentagrama los hay a mogollón. Antes de alquilar una vivienda cualquiera del exitoso programa Pisi-Truji (apenas doscientos pisos de diez mil peticiones, ¡en dos años!), sería obligatorio rellenar una lista con los gustos artísticos del pretendiente a inquilino. Tampoco estaría mal pedir licencia de armas para tener un karaoke doméstico, esos aparatos han provocado no pocos nódulos de cuerdas vocales y por extensión perforaciones de tímpanos a porrillo. A ver si nos entendemos: no es igual que el vecino aspire a tocar en la Sinfónica de Viena a ser batería de Mojinos Escozíos, que salvando las distancias también son muy aclamados en lo suyo.
Y no es que tengan los aprendices la culpa, ¡angelitos del Señor con lo bien que queda en las visitas llamar al niño para que ejecute al personal!, es que la escala es una de las mayores torturas para el ser humano no dotado de la gracia divina del ritmo; un vecino repitiendo el mi sostenido en flauta travesera puede acabar con la fe de una congregación mariana. Ni en Guantánamo son tan crueles con los talibanes, seguro que la convención de Ginebra en lo referente al tratamiento de los presos de guerra aprueba la ley de Blair. La norma británica del respeto está creada para fumigar al virtuoso contumaz, pasado el plazo de tres meses si el vecino no ha aprendido a tocar elementales piezas de música se le manda a vivir debajo del puente con su trombón plateado. El inicio de El cóndor pasa repetido hasta la saciedad tiene llenas las consultas de cardiología; vale que pase una vez pero que no venga con tartamudeos alados. Las juntas de vecinos llegan a las manos cuando se trata de establecer el horario de actividades plásticas, un bailarín de aurresku encima de la lámpara del salón es muy peligroso.
Fernando Argenta, experto melómano con vocación didáctica probada debería sacar un recopilatorio de sus Clásicos Populares en versión terror. A todo el mundo le gustaría ser vecino de Monserrat Caballé pero nadie desearía compartir rellano con un aspirante a Bisbal, por lo tanto no molesta la música sino las horas que se pierden en las prácticas. No estaría mal la creación de barrios aislados donde uno pudiera depositar a su pequeño ruiseñor y recogerlo cuando haya cumplido la edad madura y tenga varios contratos firmados en la chaqueta. En las caras de los padres que acompañan a sus hijos a las clases de música he visto el sufrimiento del Año Mozart.
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