La gripe aviar

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

Superada la mitad de mayo y se me han escarchado las buganvillas, dicen que ha nevado en la sierra y ahora no sé dónde he guardado los pantalones de pana (por lo tanto de pena). Los glóbulos rojos han redactado un manifiesto (por eso son rojos) en el que solicitan mi pronta recuperación o abandonarán mi cuerpo definitivamente a merced de los virus. Y de la empresa de pañuelos de papel me ha llegado una carta por si quisiera hacerme accionista.
El frío es una cosa muy saludable para los jamones y en invierno; cuando llega mayo, y sobrepasa San Isidro lo que apetece es desabrocharse la tradición. Este país tan castellano para todo, en lo solemne y en lo oficial, se vuelve más habitable cuando se hace caribeño por unos meses. Nos sienta bien el calorcito y las noches de terraza, la alegría del muslamen anónimo que trota por los pasos de cebra, la mirada indiscreta, el juego de las pasiones, cuando el sexo domina la razón y para qué quiere usted más. Un país metido en hielos perpetuos es un coñazo de solemnidad.
Me entero, además, de que los pollos tienen gripe. Igual lo mío es un catarro con pico, y de repente pienso que los que van conmigo en el autobús son pollos también enjaulados. Soy defensor del calorcito y del buen tiempo, tengo asumido que acabaré en la cremación pero no tengo ningún interés por terminar como un pollo asado, dando vueltas sobre un palo. No me gustaría que nadie me echara caldo por encima cuando deje de piar.

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