Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
Agosto es el mes que más ansía el urbanita pero el que más teme el habitante de los pequeños pueblos. Llegadas las vacaciones estivales es cuando su tranquilo camino de tierra se ve agitado por la presencia de todo terrenos, su plaza típica inundada de coches y sus lugares habituales de descanso (bares, bancos o jardines), literalmente tomados por las fuerzas de ocupación. El “ruralita”, (llamémosle así), es cuando empieza a sentir serias dudas acerca de los beneficios de la globalidad: el pueblo tiene las mismas vacas pero ahora hay más gente pidiendo leche, una contradicción.
Luego está el listo que quiere confraternizar y se dedica a dar por saco en las labores de recolección agrarias con preguntas tan absurdas como: ¿Qué, cansa?, o ¿cuántos caballos tiene el tractor? Superada es primera fase intentará ofrecer un pitillito al que está arando sin tener en cuenta el peligro de incendio.
Lo malo de la gente de ciudad es que nunca deja de serlo, por muy eficaz que sea el uniforme de Coronel Tapioca y por muy totales que le queden las bermudas (dándole un aspecto de lancero bengalí). El tipo de ciudad tiene la mala costumbre de hablar alto, decir tacos y asustar a las gallinas.
Cuando el urbanita roza el techo de su incompetencia es al participar en las fiestas locales; cuidado con las cucañas, con los toros embolados y con las competiciones de a ver quién aguanta más bebiendo anís antes de caer de espalda. Ahí aparece la venganza milenaria del campo, la revancha tanto cursi suelo que piensa que ellos son el culo del mundo hasta que un asta de toro les devuelve a la más cruda realidad.
En el fondo la gente de ciudad somos inocentes seres crudos en busca de una emoción para poder contarla en los días de prisión y oficina; no es necesario pisotear las tomateras cuando llueve para experimentar a qué huelen las tormentas.
A disfrutar pero con respeto, o vendrá el paisano con su cachiporra invocando el natural recurso de la legítima defensa.
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Etiquetas: madridiario.es, opinion