Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
Tenía razón aquel santo cura que nos daba latín a un grupo de ceporros con granos en la cara e incipientes pelillos en las piernas: “si no aprendéis latín nunca seréis gente de provecho”. Pero nosotros fuimos tan bobos que desperdiciamos aquellas maravillosas clases persiguiendo moscas o mirando calendarios de chicas apenas vestidas. Resultado de esa mala formación es la que se ha liado con el testamento de Juan Pablo II: “nunc dimitis” no quiere decir (ni por asomo) que el Papa pensara dimitir de su puesto.
Que fuéramos un poco zoquetes está claro (tanto es así que ninguno llegamos a ministros, mafiosos o altos cargos de la banca); ahora bien, no sabía que éramos tantos en nuestra clase: mogollón de gente equivocada no es asunto corriente.
El latín ofrece infinidad de matices ricos de abordar pero también muchas traducciones posibles. Y para los que encallaron en el rosa-rosae se trata de una lengua envenenada con rasgos esotéricos, cosa indescifrable, metalenguaje excelso. Tanto es así que recuerdo a un compañero de clase que preguntado por ‘La Guerra de las Galias’, de Julio César, y ante la evidencia de que no tenía ni idea, respondió: “si hubiera nacido en Roma sería mudo con toda seguridad, señor profesor”.
Igual es que Lamela también habla en latín, por eso no se cosca de los que juran contra él, en arameo.
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