Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
Poner de hoja de perejil a un árbitro, linier o jugador del equipo contrario, es algo que viene en los estatutos (no escritos) de un club deportivo. Da igual la modalidad y tampoco importa la clase social del increpante: a la hora de repasar la corte celestial vale lo mismo un cochero rumano que un aristócrata del Piamonte.El insulto en el deporte es un género literario que suele ejercerse en compañía; están los que corean los fondos, los que se incorporan nuevos con estribillos de moda, los corrientes, los catetos y los improvisados. Estos últimos son especialmente divertidos, se producen cuando el envalentonado hincha cree que le siguen otros y de repente se encuentra solo en el ridículo, aquello que comenzó como ca…, se convierte en cachis para cachondeo de la grada.
No hay una fórmula matemática, pero se cree que el insulto es de mayor gravedad dependiendo de la distancia que separa al espectador del objeto de su mofa. Lo que en la quinta fila de un anfiteatro alto roza el Código Penal, más abajo a pie de campo se convierte en una regañina inocente. Es decir: que para insultar hay que estar acompañado, lejos y sentirse parte de la masa (no soy yo el que habla sino un ogro gigante que se parece a mí). El insulto no es cosa de valientes -obvio-, pero nunca se ha exigido certificado de moral y buenas costumbres al comprar la entrada. Si analizáramos con la cámara lenta a los vociferantes más contumaces de los campos llegaríamos a conclusiones pasmosas: aquel padre de familia, hombre respetado en su trabajo y amigo de consejo, se puede convertir en una bestia parda. Y todo porque el árbitro no apreció que era mano, ¡coño mano, si yo lo he visto desde aquí! Podrán enterrarlo en cal viva, meterle astillas entre las uñas, arrancarle la piel con un cuter, pero ese hombre jamás dará su brazo a torcer; antes muerto que arrepentido. El espectador cabreado siempre tiene razón.
El insulto no conoce categorías ligueras, es igual de agrio en tercera regional que en el Bernabéu, incluso en algunas competiciones infantiles se dan casos de padres que echan fuego por la boca, dándoles igual que el recinto sea el polideportivo de un colegio de curas. El insultón deportivo es una persona que se cree en posesión de la verdad, sin discusión, y al que sostenga lo contrario le pone el pelo verde. Digamos que es el último escalón del delirio del instinto de la propiedad: con mi entrada pago la opción a ciscarme en la madre del que va de negro, tengo derecho a criticar a la junta directiva, a la mujer del presidente y a todo bicho que anide en un palco. En el fondo es muy morboso darle caña al que manda, aunque sólo se pueda hacer en un campo de fútbol.
La bronca, un estado emocional pasajero, en algunos casos parece cosa corriente. Seguro que en los meses de parada liguera se montan unos clínic para insultadores vocacionales, esa gente no puede estar así hasta septiembre, demasiada tensión acumulada en sus cuerpos. Tienen un problema froidiano con sus madres, es cierto, pero gozan de una garganta excelente. Se les reconoce porque tienen un aliento de perros, el excremento oral también deja resaca. Les salen unas tildes marrones, con costra, y unos puntos suspensivos realmente nauseabundos.
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Etiquetas: deportes opinión, el mundo