Por: EDITORIAL / REDACCIÓN
CARMEN RIGALT El disfraz es una cosa muy seria. Todos los políticos, cuando están en el ejercicio del poder, tienen problemas a cuenta de sus disfraces. No lo digo por Zapatero, a quien durante meses hasta le dio apuro ponerse el traje de ir al Parlamento. Hablo en general. Dudo que exista un solo político capaz de resistir la tentación del disfraz. En el caso de los políticos españoles se trata de una tentación enmarcada en la memoria etnográfica del árbol de familia (rama trajes regionales). Los políticos de antes se ponían la barretina o el sombrero cordobés. Entonces aún no existía el exotismo porque sólo cultivábamos los viajes de cercanías. Pero la globalización estaba ya germinando en los kilométricos de los jóvenes interrail. Cuando la vida abrió nuevos destinos turísticos, la política se convirtió en un desmadre de ponchos, chilabas, gorritos esquimales y guayaberas de flores.
Atentos al refrán «allá donde fueres, haz lo que vieres», los políticos españoles se lo pusieron todo. Y se lo siguen poniendo. Con lo único que no se atreven nuestros políticos es con el sombrero tirolés. Para eso tienen que estar soplados. Hace años, Felipe González posó con un gorro andino ante la prensa internacional. Hizo el ridículo y los creadores de tendencias le pusieron verde, pero la historia ha demostrado que aquella osadía de González no era sino un anuncio solapado de la llegada de Evo Morales. Todos perdemos la vergüenza en cuanto pasamos la aduana. Esa máxima rige también la conducta de los políticos. Aznar se sintió sheriff en cuanto pisó Texas en compañía de Bush. El marido de Ana Botella no sólo perdió la vergüenza: también el acento. A la imagen del presidente con los pies encima de la mesa siguió la del discurso ante los periodistas. Aznar aparecía ahí poseído por el soniquete de Pancho Villa, que le dictaba las palabras como José Luis Moreno se las dicta al pato Rockefeller. Fue lo más cómico que nos hemos echado a la cara. El vídeo de aquella memorable actuación todavía circula por la red. A Zapatero no le ha hecho falta pasar la aduana para atreverse con la kufiya, esa prenda mitad mantilla, mitad bufanda, que se ha convertido en símbolo de la lucha palestina. Fue en Alicante, y todo parece indicar que el presidente se envolvió en la kufiya como hubiera podido envolverse en una manta zamorana. Zapatero es simpático (Risitas, le dicen desde el otro lado) y apoya las causas con una naturalidad impropia en un político. No es que se le vea el plumero: directamente lo enseña. Si Zapatero fuera Papa, mañana mismo se atizaba una kipá (solideo judío) para contrarrestar. La simpatía de los Papas nunca ha reparado en gastos. Lo mismo se ponen un tricornio que un sombrero mexicano. El caso es agradar. Zapatero ha llegado tarde a la kufiya. En un momento de nuestra vida, todos los españoles nos hemos calzado la kufiya. Y quien dice todos, dice dos generaciones de jóvenes. Que conste a modo de ejemplo: servidora se la puso antes de saber que era una prenda palestina (Arafat nunca figuró entre mis hombres de cabecera). Hay en esa afición una doble particularidad. Por un lado, la herencia pintoresca de los viejos coros y danzas, que nos han legado una impronta folclórica. Por otro, la instintiva solidaridad con la causa palestina, tan vapuleada desde la creación del estado de Israel. Históricamente se produjo un cruce que devino en esquizofrenia, al coincidir en el tiempo la moda de los kibutz y la emergente lucha por el estado palestino. Zapatero no estaba en la pomada y se libró de aquello. El andaba enfrascado descubriendo las batallitas del abuelo que perdió la guerra. Con todo, es estúpida la polémica que ha desatado la foto del presidente con la manta pinteada. Bien está destacar la ingenuidad de ZP (ponerse la kufiya es tomar partido; condenar la invasión del Líbano es ejercer el sentido común), pero no conviene gastar pólvora. Los esfuerzos que invertimos en la kufiya, se los ahorramos al repudio de la invasión israelí. Mira por donde, yo misma he caído en la trampa.
Las últimas piezas del ‘puzzle’ EL PANTOJO. Julián Muñoz dio el paso definitivo el día que tomó a Pantoja de la cintura y se presentó ante el mundo poniendo por testigo a la Virgen del Rocío. El ex alcalde de Marbella llegó al couché como un patriarca gitano y se ha ido como Al Capone, asediado por la policía en una secuencia de telefilm. Lo primero que pidió tras su detención fue un lexatin. Se le había roto el sistema nervioso y tenía los ojos fuera de las órbitas. El alcalde que sacaba pecho para conquistar a la tonadillera era de pronto un hombrecillo empequeñecido, sudoroso, vacilante y acobardado. Julián Muñoz había llegado a creer que su colaboración sería premiada con la libertad. Pero se equivocó. El juez Miguel Angel Torres no estaba dispuesto a que el caso Muñoz creara más alarma social. La tercera fase de la Operación Malaya pudo con él. Marbella nunca volverá a ser la misma porque le han robado los ríos, las montañas, los árboles y las playas, pero al magistrado le cabrá el consuelo de haber actuado al fin con mano libre y ejemplarizante. Hoy, casi todos los estafadores están en Alhaurín, viendo pasar la vida bajo un sol de justicia (la expresión la ha hecho célebre Rafael Martínez-Simancas y justo es reconocerlo). Julián Muñoz mató al padre (Gil), pero el parricidio empeoró las cosas. Ahora se sabe que el ex alcalde de Marbella recibió pagos de Roca por contraprestaciones municipales. Que se sepa, 150.000 euros: una nadería. El puzzle todavía no cuadra. Faltan piezas.
EL MUNDO
MADRID, 23 de julio de 2006
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Etiquetas: el mundo, opinion, testigo impertinente