Cocinero, memoria histórica del barrio madrileño de Chueca, taurino como un Cossío que hablaba, ameno conversador infatigable. Pepe Bláquez heredó de su tío Salvador, galguero y antiguo cocinero de marquesas, un pequeño restaurante en la calle Barbieri, “Casa Salvador” que amplió y situó en el mapa de la buena mesa básicamente gracias a su merluza frita y rabo de toro. Allí empezó de “chico para todo” cuando la niña Lola Flores iba con Pepe Caracol antes de entrar en “Los Canasteros”, una relación tormentosa. Y escuchó las juergas de Dominguin cuando intimaba con Ava Gadner en el reservado de “El Tranvía”, (jaranas a las que se apuntaban unos palmeros con guitarra y se añadía el sereno), también estuvo presente durante la cena homenaje que le hicieron a Juan Belmonte cuyo retrato se puede ver en el arranque de escalera que sube al segundo piso.
En “Salvador” todo el siglo XX está narrado a través de cuadros y de fotos, algunas del genial Alfonso, desde la niña Lola a Sara Carbonero con la que posó lleno de felicidad porque es para presumir de compañía. Maestro de fogones fue el descubridor de un joven Karlos Arguiñano durante la época en la que se hizo cargo del restaurante del Club Náutico de San Sebastián. Y gran fumador, todo hay que decirlo, (en su despiste genial llegó a ofrecerle un “cigarrito” a una inspectora de Sanidad, tal cual). Daba gloria escucharle narrar cómo había evolucionado la Gran Vía y sus aventuras de mozo cuando el tío le mandaba a recoger a unas señoritas al Hotel Mónaco para que cenaran con prebostes del franquismo; todo muy elegante y discreto como correspondía. Con Salvador le confundieron muchas veces, no le importaba, respondía como si tuviera dos nombres, a los conocidos con respeto y a los amigos con un abrazo taurino sonoro en el que parecía que te daba la alternativa.
Su vitalidad incansable se apagó el miércoles de madrugada, por lo tanto causa baja en los carteles de San Isidro, alguien ocupará su abono en Las Ventas. Estaba junto a su mujer y sus hijos a los que lamentó no haberles dedicado más tiempo. Huérfano queda también su fiel Petro que piensa jubilarse este verano. Poseía un legado impresionante de anécdotas y leyendas de Madrid, historias de ciertos toreros que no pagaban la factura y otras ocurrencias jocosas que desplegaba sobre unas mesas de planchados manteles rojos de cuadros atendidas por Petro, siempre con la clásica chaqueta blanca de hostelería, auxiliado últimamente por su hija Mari Ángeles. Este jienense castizo, vecino de Carabanchel, que soñó con retirarse en un pequeño restaurante de Cádiz deja un buen sabor de boca, el de sus memorables platos.
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