Urbanita suelto

(“La Gaceta de Salamanca“, domingo 31 de marzo 2013)

Han sido pocos días pero intensos. La crisis ha llevado a muchos a redescubrir el pueblo de sus abuelos dónde se han dado no pocas circunstancias curiosas: la primera de ellas que en el campo no siempre hay cobertura 3G, lo cuál ha provocado un cortocircuito neuronal de los urbanitas que no pueden vivir sin enviar fotos por wasup cada tres minutos. Entiéndase: ellos descubriendo un mundo nuevo sin poder mandar a sus dos mil seguidores la cara de un ternero al ver pasar a un idiota con un teléfono de pantalla plana.
Cuándo arranque el último coche de la invasión urbanita el pueblo, y sobre todo sus habitantes, podrán recobrar la paz cotidiana. Ya no tendrán que soportar a los niños del urbanita que se quejan por el sonido de las campanas que no les dejan dormir, (en cambio con su música pegada a la cabeza con auriculares duermen perfectamente). Dejarán atrás esas miradas de terror de los que descubren que para calentar la chimenea es necesario cruzar un patio mojado y acarrear con troncos. Se habrán ido los que se hayan espantado al escuchar relatos de palomas mensajeras que volaban con mensajes de un lado a otro de la comarca, (¿Y Twitter?).
Por fortuna las vacaciones de semana santa no son tan largas como para provocar la extinción de las zonas rurales. Ese amor al campo se les habrá pasado en pocos días. Lo que dicen acerca de regresar al pueblo y dejar atrás las comodidades de la ciudad es apenas un calentón, enseguida se les pasa por fortuna para los abuelos que ven aterrados como una invasión de piji-primos amenaza con instalar un hotel rural con encanto en lo que desde siempre ha sido un paraje divino sin necesidad de que nadie venga de la ciudad para descubrirlo. El mayor encanto de los pueblos pequeños es su condición de aldea gala que resiste el empuje de la tecnología de Steve Jobs.
Sabemos que los urbanitas siguen allí porque ha caído el tráfico de mensajes al móvil pero en las próximas horas volverán a la cobertura plena y entonces empezarán a llegarnos textos y fotos. “Una gallina” escribirán como gran descubrimiento, “y tiene huevos, con perdón”, añadirán a modo de gracia. Dirán que han descansado “mogollón” y que la vida en el campo es “alucinante-tía”. Lo que no sabe el urbanita es lo que descansa su parentela una vez el todo terreno se ha perdido por el horizonte, habitualmente en dirección opuesta a la autovía pero cualquiera le lleva la contraria al navegador; si dice que por el barranco allá que van, por supuesto, y porque ¡menuda pereza bajar la ventanilla para preguntarle a un pastor si ese camino de tierra lleva a alguna parte!

Han sido pocos días pero intensos. La crisis ha llevado a muchos a redescubrir el pueblo de sus abuelos dónde se han dado no pocas circunstancias curiosas: la primera de ellas que en el campo no siempre hay cobertura 3G, lo cuál ha provocado un cortocircuito neuronal de los urbanitas que no pueden vivir sin enviar fotos por wasup cada tres minutos. Entiéndase: ellos descubriendo un mundo nuevo sin poder mandar a sus dos mil seguidores la cara de un ternero al ver pasar a un idiota con un teléfono de pantalla plana.
Cuándo arranque el último coche de la invasión urbanita el pueblo, y sobre todo sus habitantes, podrán recobrar la paz cotidiana. Ya no tendrán que soportar a los niños del urbanita que se quejan por el sonido de las campanas que no les dejan dormir, (en cambio con su música pegada a la cabeza con auriculares duermen perfectamente). Dejarán atrás esas miradas de terror de los que descubren que para calentar la chimenea es necesario cruzar un patio mojado y acarrear con troncos. Se habrán ido los que se hayan espantado al escuchar relatos de palomas mensajeras que volaban con mensajes de un lado a otro de la comarca, (¿Y Twitter?).
Por fortuna las vacaciones de semana santa no son tan largas como para provocar la extinción de las zonas rurales. Ese amor al campo se les habrá pasado en pocos días. Lo que dicen acerca de regresar al pueblo y dejar atrás las comodidades de la ciudad es apenas un calentón, enseguida se les pasa por fortuna para los abuelos que ven aterrados como una invasión de piji-primos amenaza con instalar un hotel rural con encanto en lo que desde siempre ha sido un paraje divino sin necesidad de que nadie venga de la ciudad para descubrirlo. El mayor encanto de los pueblos pequeños es su condición de aldea gala que resiste el empuje de la tecnología de Steve Jobs.
Sabemos que los urbanitas siguen allí porque ha caído el tráfico de mensajes al móvil pero en las próximas horas volverán a la cobertura plena y entonces empezarán a llegarnos textos y fotos. “Una gallina” escribirán como gran descubrimiento, “y tiene huevos, con perdón”, añadirán a modo de gracia. Dirán que han descansado “mogollón” y que la vida en el campo es “alucinante-tía”. Lo que no sabe el urbanita es lo que descansa su parentela una vez el todo terreno se ha perdido por el horizonte, habitualmente en dirección opuesta a la autovía pero cualquiera le lleva la contraria al navegador; si dice que por el barranco allá que van, por supuesto, y porque ¡menuda pereza bajar la ventanilla para preguntarle a un pastor si ese camino de tierra lleva a alguna parte!

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