Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
No quedaba una camiseta de España por vender, ni un chiquillo por presentarse allí con ella, llegaban en riadas que salían del metro o que bajaban por las calles de asfalto recalentado que da a la avenida de las grandes ocasiones y de los proyectos comunes. El Paseo de Recoletos, de lado a lado, de balcón a copa de árbol, tomado desde primera hora por una multitud ávida de corear: “¡yo soy español, español, español!”, y que sin pudor pisaban los jardines municipales, (mal domingo para la vida de un tulipán, se siente). Bien es verdad que no es lo mismo vivir un partido en el campo que ante una pantalla gigante que no deja de ser un recuerdo de aquellos tele-clubs de pueblo. Hacia años que no se veían tantas banderas de España en las calles de Madrid, ni tantas caras pintadas como indios en son de guerra dispuestos a bailar la danza de los valientes. Había unas ganas de ver goles que hasta Johannesburgo tenían que llegar los gritos, la Cibeles sorda y vallada para no quedar manca además de teniente. Habían ido para vibrar con la emoción de un concierto de heavy pero entre el árbitro y la selección de Holanda se empeñaron en que aquello fuera un recital de música antigua hasta llegar a la agonía de la prórroga, todo muy lento y muy soso. Un pausado atardecer de calor y fuego hasta que a las once menos cuatro minutos, ya en plena noche, Iniesta abrió la puerta del cielo, y la ciudad de vino abajo, y aquel árbitro-”cabrón”, (por cierto bien ganado el mote), dejó de ser el enemigo público número 1 para quedar como un tío antipático que a punto estuvo de cerrarnos el paso al paraíso. Así que en los minutos que quedaban hasta el pitido final la gente no sabía si dar saltos o llorar como Iker Casillas, y quizá por eso optaron por ambas cosas. Estaba claro que tocaba sudar y soltar alguna lágrima porque una final cada ochenta años conviene ser festejada. Parecía que no cabía nadie más pero cuando entró el puñetero balón surgió más gente de no se sabe dónde haciendo valer el dicho de que Madrid es tierra acogedora porque cabe todo el mundo. Iker alzaba los brazos con una Copa y el personal aquí también como si en Johannesburgo se les pudiera escuchar. Mucho waka-waka, hey-hey
que son las únicas palabras que hemos aprendido de un idioma que nos resultaba lejano, tanto como para ellos pronunciar Iniesta o Casillas, al que todos anteponen el calificativo de santo.
Antes de empezar el encuentro, María Dolores de Cospedal cruzaba Cibeles, había acudido “a ver el ambiente”, envuelta en bandera-mantón de considerables dimensiones. Enfrente del Cuartel General del Estado la organización había instalado un púlpito en altura para que el “famoseo” pudiera seguir el encuentro copa en mano y plato de jamón para entonarse. En primera fila, bien visible, Kiko Matamoros, se supone que para acojonar a los holandeses, por cierto increíble su parecido físico con el árbitro inglés Howard Webb. Más allá Parada, sin pianista, buscando un asiento porque no debe estar muy acostumbrado a jugar finales. A su lado el cantante José Manuel Soto, una “triunfita” llamada Natalia, un hijo de Nati Abascal, (Rafael) y el humorista Félix “El Gato”. La verdad es que no era un plantel de famoseo de lujo para ganar medallas; eso sí acompañados de séquito de reporteros del corazón que competían con ellos en “petardismo ilustrado” y en afectación de la pose. Más atrás la representación oficial del Ayuntamiento que recayó en el vicealcalde Manuel Cobo, lógicamente apartado de ese petardeo que no le corresponde. Cobo también con su camiseta.
Un gol de Iniesta que puso a Madrid a corear “¡España-España!”, waka-waka hasta quedar roncos. Lo que te has perdido Andrés Montes, tú que investaste el tiqui-taca cuando éramos pocos y cojos. Campeones del mundo un grupo heterodoxo de bajitos que crecieron mucho, tanto como para tocar la copa y hacerla suya. Es decir de todos.
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