Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
En la vida, al contrario que en las películas de vaqueros, hay más jefes que indios. Los “indios” atléticos siempre hemos sido objeto de reserva, de coña y de preguntas tan simpáticas como: “¿Papá por qué somos del Atleti?” La lógica habitual, la más pelotera, lleva a que los niños sean del Real Madrid desde su más tierna infancia porque es el equipo que tiene los cromos más cotizados del patio. En cambio ser del Atlético siempre ha quedado como una extravagancia que de vez en cuando era premiada con el triunfo, pero entre victoria y victoria han pasado tantos años que a Neptuno le sube la tensión cuando escucha las bocinas del triunfo; se asusta el pobre por la falta de costumbre. En cambio los del Real Madrid han estado siempre en la galaxia, entre estrellas, remontadas, victorias, goles y copas. Pero a veces cambia el curso de la historia y tengo para mí que ha sido el Ayuntamiento que ha variado el cauce del Manzanares y con ello ha alejado el maleficio.
Soy Atlético porque creo que se le puede ganar al diablo en una partida de póquer aún teniendo él las cartas marcadas, porque tiene un punto utópico de soñar con lo imposible, porque el cabronazo de Luís Aragonés me hizo llorar al meter el gol en la final al Bayern de Munich, porque este equipo ha pasado por el infierno y ha resucitado, porque es el único club dónde se adora a un “mono”, se aplaude a un uruguayo, juega el yerno de Dios, se ponen flores en el corner a Pantic, y se pueden disputar dos finales importantes en una semana
para luego pasar años en la parra de la indiferencia.
Soy del Atlético porque creo en el más allá, (puesto que en algún lugar nos tienen que compensar por todo este sufrimiento). Es el único equipo de Europa que podría llenar un fondo del estadio con sus antiguos entrenadores pero, a la vez, podría poner una estrella con el nombre de sus mitos y alfombrar la M-30. Para este club, rojo y ácrata, (blanco pero menos), no existe la Ley de la Gravedad, todavía no se reconoce a Newton como científico, por eso Vieri se fue a la línea dónde acaba el campo y lanzó una parábola que dejó seco al Paok en la temporada 97-98. Y porque no reconoce las leyes físicas Caminero envió la cintura de Nadal al taller de chapa y pintura el año del “doblete”. Pero soy del Atlético también porque palmamos una Liga al empatar con el Oviedo, (se remontó un 0-2 en cuatro minutos y Esteban le paró un penalti a Hasselbaink). Entonces algún creativo ingenioso ideó la campaña de “un añito en el infierno”, pero como somos así de rebeldes le hicimos una ampliación del alquiler a Satanás que nos tuvo entre fogones dos temporadas. De manera alucinante los abonos no sólo no bajaron si no que las gradas se llenaron de más entregados a la causa. Había que creer en la recuperación del Atlético como si se tratara del cuarto milagro de Fátima.
Nadie en su sano juicio habría permanecido fiel a un equipo que se arrastraba por los campos de Segunda. Otros se habrían borrado como el protagonista del anuncio que lleva la bufanda hasta la tumba de su padre: “me rindo, no puedo más, quiero a dejarlo”, y la rama del árbol le mete una leche que le hace recapacitar. Quizá también sea eso, que la causa del Atleti se lleva hasta las últimas consecuencias, (Jesús Gil se hizo enterrar con una bandera rojiblanca del tamaño de su ego). No sabemos si habrá reencarnación pero en caso de producirse Gil lo primero que haría es ir al campo envuelto su esqueleto en la bandera.
En este equipo a veces se gana pero más veces se pierde, ¿y qué?, ¿qué pasa?, ¿no se puede ser feliz en la adversidad? Que nos quiten lo “palmao”. Uno reconoce a otro atlético cuando al girar su muñeca con gesto de impaciencia dice: “¡árbitro, la hora!”, cuando en realidad te quería decir que eran las diez y media. ¡Indios!, esa gente tan descarada como irreductible que sacan la lengua cuando gritan gol y dan un rodeo para no pasar por Concha Espina
no vaya a ser que se conviertan a la “fe verdadera”.
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