Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
ueda pendiente resolver la cuestión de dónde pasan las moscas el invierno, lo que tenemos por cierto es que reaparecen el primer día de San Isidro y le dan vueltas a la Plaza como el que no tiene entrada y persigue al reventa. Ese de allá para acá tan suyo en busca de una calva, de la visera de charol de un portero, o de un abanico de varillas de nácar.
Todo lo que rodea a la Plaza de Las Ventas es tradición popular madrileña no escrita que se repite todos los mayos, de ahí que los jubilados se sienten en la escalera junto al monumento de Luís Miguel y aguarden a que den las seis para que abran las puertas y entrar antes que nadie; también es costumbre que los vendedores de pipas le tiren tejos a las chiquillas que pasan solas; y que del metro salga el público como si fueran futbolistas que emergen por el túnel de vestuarios con la prisa del que llega tarde. Una costumbre que dice que todo japonés que esté de visita en Madrid deberá hacerse una foto delante de la puerta grande sin saber lo que es una puerta grande con un cartel de toros enrollado en las manos, y que deberá seguir a un tío con un paraguas rojo que les marca el camino entre la multitud, un Moisés del travel-tour para vecinos de Osaka. El sentido de “plaza de pueblo” se manifiesta de manera más palmaria en los toros dónde la sociedad se divide entre “el perfume”, (tendidos bajos de sombra), y el tercer estado, (tendidos de sol, allá dónde la piedra más se calienta y se demuestra la afición sudando la gota gorda junto a una gorda, o gordo, porque los desequilibrios nutricionales también están regulados por la paridad). Los tres estamentos de la antigüedad se dan cita en torno a Las Ventas: la aristocracia del palco en los que hay secundarios de cuadros de El Greco que meriendan bandejas de jamón y prueba pastelitos de Embassy de postre, luego está la nobleza de los tendidos bajos de sombra que se da cita en el bar del 1, piden güisqui que pagan con billetes sin esperar la vuelta y, finalmente, el pueblo llano que tiene que hacer descansos en la subida a la grada como los que escalan una montaña se detienen a coger fuerzas. Esos beben lo que traen de casa, o en su defecto unas cervezas en las cantinas dónde te llaman de tú y se habla muy alto.
Junto a la entrada de caballos los mitómanos organizados esperan la llegada de las furgonetas con los toreros, les dan palmaditas en la espalda que sumadas todas juntas es como si les dieran una paliza en las cervicales, “¡fírmame maestro, que eres el más grande!”, y el picador le da vueltas al castoreño concentrado en sus cosas. La cuadrilla cuando se baja del coche tiene cara de no estar allí, hasta es posible que padezcan una sordera selectiva que les alivia de la presión de “patio de manicomio” como llamó Esplá a todo el camino que lleva hasta que se inicia el paseíllo. En la otra parte de la plaza, junto a la puerta de arrastre, los coches oficiales y los coches de los ganaderos que son la opulencia con volante de madera, se sabe que son de campo porque lucen el hierro de la ganadería junto a la matrícula. Ellos, y sobre todo ellas, vestidos para asistir a una Ópera del pueblo que mantiene el mismo rito desde los tiempos de Paquiro pasando por los Bienvenida que aquí oficiaron con categoría de obispos del Cossío, y por allí el “Platanito” que ya no busca su oportunidad si no que le compren un décimo de Lotería y le pidan que enseñe cómo se da un natural con el programa de mano, “¡ole los toreros buenos!”. Aplauden siempre al doblar el toro, son de los que sacan pañuelo de hilo para pedir la oreja; en cambio en la otra media plaza se usa más el pañuelo de papel. Los ricos se saludan sin palmotadas en la espalda, se dan la mano mientras que bajo el otro brazo llevan su almohadilla propia porque la guata de las que venden en la plaza les da alergia de cartilla, (todo lo que es colectivo lo tienen por producto de posguerra). En cambio las clases populares son más de camisa abierta y de cazadora que igual se atan a los michelines que se la ponen de toca para evitar el sol cruel sobre sus cabezas; esos que se pasan la bota de vino y que hablan con la boca abierta y sueltan miguitas de pan al vitorear las faenas. Esos que atizan cera y se quejan cuando el toro coge un bache. Suenan a voz rota, a pueblo llano, a BIC sin escolarizar.
El ruido de Las Ventas provoca atascos a las seis de la tarde en la M-30. El toro veleta que está encima del reloj bien lo sabe. El toro veleta ayer trabajó poco, apenas movió los cuernos, ya volverá el viento empujando a las nubes de agua que siempre vienen de Toledo como los japoneses vienen de Osaka.
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