Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
Todo lo malo que le puede ocurrir a un hombre en varios años le pasa a un viajero en apenas unas horas; cuando no es una huelga encubierta de controladores es una venta excesiva de billetes, o una compañía aérea que desaparece, o un enlace que se pierde. Sobre el viajero se proyecta el “efecto mariposa” del barril de petróleo: si un jeque medita subir los precios al viajero le repercute, inmediatamente, la sospecha en el billete. La subida será doble cuando la sospecha se confirme, no conociéndose el caso de nadie al que le hayan devuelto unos céntimos por la bajada del barril de Brent.
Ahora son los cacheos. No basta con pasar un escáner humillante con los pantalones sin cinturón a la altura de los tobillos, también es necesario someterse a un cacheo intensivo que nos lleva a preguntarnos si, quizá, una “colonoscopia” será suficiente para calmar la inquietud de los policías de Estados Unidos. Todo siempre lo termina pagando el viajero. Las medidas de seguridad que se anuncian sólo son el principio de nuevas normas para viajar en las que no podremos escuchar música dentro de un avión, ni levantarnos una hora antes del aterrizaje. Sólo los más viejos recordarán aquellos tiempos en los que en la cola de un “Jumbo” se juntaban los fumadores a echar el “pitillito” en franchela amistosa. Eso se acabó, a partir de ahora cualquier persona que deambule por una terminal se convierte en un “bulto sospechoso” perseguido por cámaras de vigilancia. La seguridad manda, cierto, pero en ningún otro sitio se nos considera culpables hasta no demostrar lo contrario como en un aeropuerto. No es que se invierta el principio de inocencia, es que tenemos que demostrar que somos un grado tolerable de culpables. Se parte de la base de que todos los viajeros son peligrosos agentes de Al Qaeda aunque sea un matrimonio de jubilados de Tarrasa, (pongamos por caso), que viaja con el nieto a Disney. Nunca se sabe qué intenciones tendrá ese niño cuando se haga mayor. Y, si llevan unas croquetas para el viaje, que sepan que la CIA las analizará con detalle. Si hace falta retenerles hasta comprobar que son croquetas de cocido, se le retiene y “santas-pascuas”.
Igual que se inventaron botes de pequeño tamaño para llevarlos en el equipaje de mano, alguien diseñará el uniforme del perfecto viajero, tal vez inspirado en una camisa de fuerza, color butano, con caperuza oscura y grilletes en los tobillos. Si cuelgan al viajero de un gancho, y eliminan los asientos, cabrán muchos más y las aerolíneas harán más caja.
Gracias a los talibanes, a los controladores y a Díaz Ferrán coger un avión esta Navidad es algo lastimoso. Una situación tan incómoda que me recuerda lo que decía un sabio cordobés: “¿Viajar, para qué?, si el mundo es todo igual, todo calles y casas”.
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