Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
Un día por otro y quince años la casa sin barrer. Cuando acabaron el aparcamiento de Ciudad Universitaria al siglo XX le quedaba, todavía, una larga recta final. Ni siquiera había ganado Aznar las elecciones. Eran los años en los que Álvarez del Manzano hacía túneles, Joaquín Leguina presidía la Comunidad de día y escribía novelas de noche, y en La Moncloa estaba Felipe González. Es decir, el Jurásico madrileño teniendo en cuenta que esta ciudad avanza a ritmo de vértigo.
Se construyó el aparcamiento y quedó tal cuál, silueta de barco varado en la orilla, edificio fantasma, mamotreto sin entrada ni salida, pero perfectamente acabado igual que un traje de novia al que olvidaron pasar a recoger por la sastrería. Y así ha permanecido hasta la fecha. Stephen Hawking podría hacer una separata de los agujeros negros con la crónica de un aparcamiento invisible del que nadie se acordó. El Rectorado estaba a sus cosas, el Ayuntamiento de Madrid a las suyas, la Comunidad no había puesto en liza al consorcio regional de Transportes, y así hasta completar una suma de despropósitos administrativos. Y, mientras tanto, los universitarios dando vueltas con el coche para poder aparcar, y un sinfín de conductores de la A6 a la búsqueda de un hueco para dejar el vehículo.
Más que asistir a la inauguración lo que han hecho los políticos es presenciar la salida del coma de un “edificio histórico”, le han desconectado los cables de olvido sin saber quién fue la mano que lo enchufó. Y el aparcamiento ha abierto los ojos con destellos de luces de neón, columnas pintadas, carteles y salidas de emergencia.
Dejemos a la parapsicología las causas de este abandono pero bueno será hacer un catálogo de otros edificios útiles y abandonados para su inmediato uso. Uno se pone a investigar e igual aparece una nueva pista de Barajas. Hace poco han encontrado una fuente del XIX en las obras de la Plaza de Ópera, todo es rascar porque igual aparece el botijo de Napoleón. Quince años para inaugurar lo que ya estaba acabado, ¡qué despiste vecina!, vaya por Dios.
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