Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
Esta ciudad la inventaron unos hispano-árabes que se asentaron alrededor de una muralla a la espera de que Casa Mingo abriera para comer unos pollos, pero realmente Madrid existe desde que se creó el metro, la única gran obra civil que le faltó a Carlos III para ser el mejor alcalde. Sin el metro no podríamos responder a las preguntas: “¿dónde quedamos?”, “¿voy bien para Príncipe Pío?”, “¿esta línea lleva al aeropuerto?”, “yo me bajo en la próxima, ¿y usted?”.
Se trata de una larga y casi centenaria relación entre el suburbano y los madrileños, es una historia que empieza con baldosines pintados a mano y que llega hasta las modernas escaleras mecánicas que se cruzan en las estaciones claves formando uno de aquellos dibujos que nos dejó el zurdo holandés M.C. Escher. Todo lo que ha pasado en Madrid ha ocurrido en el metro, un servicio público que inauguró un rey y que ha servido para hacer manitas, para refugio de bombas, para cobijo de mendigos y para transporte de ejecutivos, soldados, trabajadores, niños y músicos de cuerda y púa. Una historia que comenzó con unas mulas de carga y que se cierra, de momento, con unas cabinas de conductor que no tienen nada que envidiar en botones a un avión moderno. Quizá sea eso sólo lo que le falta al metro: volar.
Todos somos conocidos de estación, caras que te suenan a la hora de siempre en el mismo andén de costumbre. A la vez que el madrileño, el metro ha crecido en longitud, si alguna vez tuvieran que elegir el monumento de Madrid ése tendría que ser la escalera de Sol que emerge entre Mayor y Arenal, y que levante la mano quién no la haya transitado nunca.
A lo largo de noventa años el metro ha sido el mejor termómetro social del momento, sí uno quiere ver el reflejo del PIB no tiene más que pagar el precio de un billete para hacer una inmersión en la realidad sociológica. En las viejas fotos en blanco y negro se ven las caras de angustia de los que se refugiaban en el andén de Gran Vía a esperar que pasaran los bombardeos de la escuadrilla de García Morato; allí están tumbados sobre mantas unos niños que se arremolinan alrededor de su madre, más allá un hombre con sombrero y al fondo un anuncio de anís de Rute. De esas fotos nos llega el olor a miedo y el aroma a puchero de necesidad con el que mitigar las horas quietas. Luego entraron los nacionales y tomaron todas las líneas con sus camisas azules y sus bigotes recortados, ellos son los que crearon la moda de reservar asientos “a caballeros mutilados”, (consecuencia atroz de la guerra). Esos vagones sonaban a hierro sólido, como si alguien quisiera hacer un zumo con la Torre Eiffel. Había entonces conductor y ayudante de puerta, un empleado que entre capítulo y capítulo de novela de Marcial Lafuente Estefanía asomaba la cabeza al andén y amagaba con cerrar antes del último respiro hidráulico que anunciaba la inminente partida. Por esos pasillos se arrojaron octavillas de ciclostil cuando no había libertad de expresión, y merodeaban los guardias a la caza del rojo que llevaba rigurosa trenka con capucha. A falta de mobiliario decorativo se instalaron músicos que tocaban por Joan Baez o como Bob Dylan, y que dejaban versiones acústicas del “blowin´in the wind” que hacían más amable la caminata acelerada del trasbordo. Otra norma no escrita es que hay que bajar deprisa las escaleras e intentar colarse en el vagón, cuestión que con la edad se hace más difícil. Y, entre convoy y convoy, se han cruzado palabras de amor, números de teléfono, abrazos y despedidas de domingo que parecían para siempre.
El metro de Madrid fue conducido por soldados de quinta en una de sus huelgas, y también por la autoridad pertinente que inauguraba nuevos tramos. Sus laberintos iluminados podrían comunicarnos con la China, y a veces parece que es cierto si pasas por Antón Martín. Yo he visto un día a Pedro Duque, el astronauta, bajarse en la estación de Banco de España; iba de paisano, sin la escafandra porque aunque el agujero es profundo también rigen los principios gravitatorios de Newton. Y luego están los túneles oscuros en los que es fácil adivinar la presencia de ratas ciegas que se echan a un lado cuando pasa el tren iluminado. Todo eso forma parte de un Madrid sumergido que hubiera hecho las delicias de Julio Verne y que asoma el periscopio en marquesinas modernitas que acaban en una acera que siempre es playa aunque aquí no tengamos mar.
A falta de una máquina del tiempo que nos diga cómo van a ser los próximos noventa años del metro tenemos la moderna estación de Sol donde trenes y suburbanos se cruzan en su laberinto. Allí es posible encontrarte con un alumno de conservatorio que va con el instrumento guardado en su caja rumbo a Ópera, y con un guiri que lleva las maletas camino a Barajas. Si tienes suerte te puedes sentar y soñar con los ojos cerrados, casi siempre vencido por el cansancio. Es el traqueteo casi centenario de un convoy que repite la tradición de seguir el curso paralelo entre dos vías de hierro.
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