Julio Anguita

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

Le decía Rafael Gómez “El Gallo” a Manuel Cháves Nogales, (autor de uno de los mejores libros del siglo XX: “Juan Belmonte, matador de toros): “fíjese usted si fuimos amigos Juan y yo que podíamos estar cinco horas en el campo sin hablarnos, y éramos amigos”. Ese respeto se lo tengo a Julio Anguita, quizá porque ambos somos de Córdoba y porque a ambos nos gusta la reflexión por encima del ruido y de una política de titulares sonoros pero de ideas vacías que mueren cuando amarillea el papel del periódico del día anterior.
A Julio siempre se le ha tenido respeto porque es hombre de palabra, es decir un antiguo porque no se conoce político que sea capaz de aguantar su propia hemeroteca; Julio sí. He visto como le han parado por la calle para decirle que le admiraban pero no le votaban, (“yo estaba más en las hornacinas que en las urnas”, decía en privado). Esa admiración, incluso por parte de personas que votaban a la derecha, era una forma de admitir que había alguien distinto pero su ejemplo daba miedo porque era una amenaza. Una persona tan íntegra era un ejemplo perverso; aún hoy hay quienes tiemblan cuando se escucha el runrún de la vuelta de Julio Anguita, cuestión descartada por él.
El hombre que le gusta citar a otro cordobés, el obispo Osio, (que fue capaz de echarle un par al emperador Constancio), también le echó valor para unir a comunistas y otras sensibilidades de la izquierda para que IU llegara a su techo electoral con dos millones seiscientos mil votos, sin el método D´Hont hubieran sido más de cuarenta escaños en el Congreso. También fue capaz de plantear, y ganar la batalla, a Santiago Carrillo, a Comisiones Obreras y a la cúpula del PCE en un Congreso a sangre y fuego. Además, fue la cabeza de un hermoso proyecto en el que no todos sus responsables estuvieron a la altura, (mirarse en el espejo de Julio Anguita es muy complicado). Le intentaron matar con una “pinza” pero salió indemne de una operación maquiavélica que se montó en el restaurante “La Ancha” de Madrid.
Julio fue el primer alcalde comunista de capital española, y aún siendo fervoroso marxista nunca prohibió la presencia de crucifijos en los despachos. A fin de cuentas admite haberse criado en la cultura católica que bien conoce porque se preparó con los trinitarios. Y nunca ha renegado de su condición de español, republicano y federal.
Un día decidió dejarlo todo porque la salud le había mandado un recado serio. No se rindió, al revés, volvió a dar clase y a seguir en el estudio de la Historia. Pudo haber sido doctor en esa materia pero la política le robó sus mejores años de plenitud. Pudo haber llevado una vida más discreta para lo que se podía esperar de lo que entonces de llamaba un “maestro de escuela”, en Nueva Carteya, Córdoba.
Un día se las tuvo tiesas con un obispo cordobés que por fallecido omitiré su nombre. Entonces le mandó una carta en la que decía: “disculpe pero yo soy su alcalde, pero usted no es mi obispo”. La sangre hubiera llegado al patio de los naranjos de la Mezquita de no ser porque el obispo se dio cuenta de que enfrente tenía a un joven y contumaz rebelde. De haber coincidido en el mismo siglo Osio y él habrían sido grandes amigos, siempre que Osio hubiera tenido el nivel suficiente para jugar bien al dominó, (otro de los deportes intelectuales que practica Julio Anguita, de oficio paseante y de corazón enorme, rojo por supuesto). Un buen alumno de Gramsci.

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