Licencia para guisar

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

Por encima de la Ley no puede haber nada, (salvo el cocido de Lhardy) que es un asunto de gran respeto entre madrileños y de enorme devoción para ilustres visitantes. Antes de que Madrid fuera Comunidad, ya estaba Lhardy; antes de que Madrid fuera de José Tomás ya se había celebrado un almuerzo homenaje a Manolete. Todavía eran españolas Cuba y Filipinas cuando en 1839 Emilio Lhardy funda el restaurante. Cuando en Madrid apenas había cincuenta números de teléfono, uno de ellos era el de Lhardy. Este local singular de la Carrera de San Jerónimo es el enlace entre Carlos III y Madrid 2016 contado plato a plato que es una medida de tiempo no reconocida por la Física pero que todo el mundo entiende.
Allí han comido reyes y republicanos, rojos y nacionales, cursis y postmodernos, todos ellos unidos por el garbanzo que es nuestra seña de identidad. De manera incomprensible no se sabe por qué no figura su ele mayúscula dentro de una de las estrellas de Madrid. A ver si estos políticos dejan de pelearse por lo urgente y se ocupan de lo importante, como decía Mafalda.
Lhardy no ha sido ajeno a los acontecimientos que ha vivido Madrid, y si tocaba fiesta o racionamiento se notó en su carta. Y, ahora, en estos tiempos de licencias que tardan tanto en concederse que se terminan por pasar y pierden sabor, Lardhy no ha sido ajeno. Un día tras otro hasta que han transcurrido catorce años sin la oportuna “papela” para despachar a los clientes. Es lo que le faltaba a este centenario lugar: vivir en la ilegalidad y echarse al monte no a por níscalos sino para evitar inspectores del Ayuntamiento.
Consta que el alcalde ha realizado más de un almuerzo en ese lugar pero cuando Gallardón acudía se provocaba una amnesia temporal en función de la cuchara, es decir que ni el alcalde recordaba lo de la licencia, ni el maitre sacaba el tema porque, (insisto), cuando hay cocido de por medio sobran las palabras porque la boca se tiene que ocupar de algo más importante. Por lo tanto se demuestra que la aplicación a rajatabla de la normativa municipal es un desvarío: imaginar el cierre de Lhardy por falta de documentación habría sido como desmontar la Torre Eiffel para apretar sus tornillos.

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