La muerte a cámara lenta

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

Seamos sinceros: no hay ética, esto es televisión. Y el que esté libre de pecado que tire el primer mando a distancia, o renuncie a su tertulia favorita. Jade Goody se tomó en serio su categoría de “gran hermana” y narró hasta la última gota de “share” el final agónico de un cáncer abrasivo que le derrumbó mientras de su cuerpo salían los títulos de crédito camino del más allá. Justo lo que siempre había querido, tan cierto como duro. Quiso que la fama le acompañara hasta el final y su deseo se ha cumplido porque el morbo da tanta audiencia como para que los mismos que ahora lloran su muerte en su día se rieran de ella como un juguete roto. Hizo todo lo que pudo para vengarse de la condición de patito feo que le habían puesto en el concurso y su agonía final ha tenido el dramatismo que sólo sabían crear las grandes del cine negro. Vivió como una “cualquiera” pero murió como un cisne, y lo que es mejor sin saber quién era Tchaikovsky.

Goody ha muerto pero se los ha llevado por delante, a ese ejército de fariseos que se escandalizan por las audiencias que da una moribunda, y que no renuncian a poner publicidad entre sesión de quimioterapia y traslado en ambulancia. Querían cuota de pantalla, buscaban acumular audiencia y lo han conseguido. No es que el sistema sea perverso, es que igual no habíamos querido ver que era así, a mayor dolor más ingresos. Parodiando a Gila: “¡me habéis matado a una hija… pero la cantidad de pastillas para adelgazar que he vendido!”.

Otros venden la entrepierna, el corazón o mercadean con las noticias de manera lacrimógena; en cambio Jade Goody lo hizo con su enfermedad. Lo que acongoja es que quizá no todo el mundo tendrá un ligue con famoso, o se sentará en el consejo de administración de una entidad financiera, pero sí todos vamos a pasar por el hoyo. De ahí que la muerte de Goody haya provocado unas declaraciones oficiales de Gordon Brown. Si no hubiera sido por el concurso nadie habría escrito una sola línea de ella, pero todo le cambió cuando se encumbró como una “slumdog millonaire”.

Admitamos que si en lugar de caer enferma se hubiera recuperado ese milagro no habría tenido tanta audiencia. Es la tragedia, el morbo, el dolor y la muerte la que le han encumbrado.
No estaría mal colocar este cartel en los autobuses de la City: “probablemente la televisión no exista, haz de tu capa un sayo”.

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