Madrid 7.38 am

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

Madrid lo aguanta todo, cinco años después el paisaje en las estaciones de Santa Eugenia, El Pozo y Atocha no guarda huellas de la catástrofe del 11-M, tan sólo hay unas flores frescas recién atadas a las verjas que dan a las vías, un recuerdo por las almas perdidas en la calle Téllez. Justo a la altura donde aquella mañana los bomberos tuvieron que derribar los muros para sacar heridos ahora hay un parque infantil de columpios coloridos, una estampa muy alejada de lo que allí mismo ocurrió. Cinco años después los trenes parten con idéntica puntualidad de Alcalá de Henares destino Madrid-Atocha para recorrer la misma vía en la que descarrilaron 191 vidas y resultaron heridas otras mil quinientas personas según los cálculos oficiales. El trayecto dura cuarenta minutos pero es conocido que algunos no acabaron de hacerlo nunca. Hoy en los trenes de cercanías que se dirigen a Madrid desde el corredor del Henares se escuchan conversaciones en varios idiomas, en esa pequeña torre de Babel llena de trabajadores sin corbata se habla a través del teléfono móvil y conseguir un asiento es un triunfo; hay veces que se llenan hasta las escaleras que dan acceso al piso superior. Los viajeros se observan sin detener la mirada mucho tiempo en un mismo punto, en el vagón se mira sin sacar conclusiones; se guarda silencio como si estuvieran en una biblioteca ambulante que pasa por los pueblos. La calma será cosa del sueño, o quizá del traqueteo de mecedora que dan los saltos de las vías que aflojan los cuellos de un lado a otro hasta parecer que las cabezas se sostienen por un muelle. Una calma que se rompe cuando la voz grabada pregona la inminente llegada a una nueva parada, por los paneles se anuncian el destino y la temperatura exterior, dentro esa languidez de invernadero. Hay quién prefiere no recordar lo que ocurrió hace cinco años porque no se ha quitado el miedo, ni ha podido digerir las imágenes de la tragedia mil veces repetidas. Sólo en el cine los buenos mueren a cámara lenta y con banda sonora porque en la realidad no da tiempo a hacer una última llamada, de repente se apaga el día y punto. Nelson, un ecuatoriano de mediana edad, hace cinco años aún estaba en su país pero sabía que sus hijos usaban esta línea para ir al trabajo. Él no conoció la dimensión exacta de los atentados pero hasta Ecuador llegaban las noticias inquietantes del rescate de las víctimas, tiempo después se vino a Coslada a cuidar los nietos. En la estación de Santa Eugenia Amelia espera en el andén, está sola, cuando se quita las gafas se le nublan los ojos al recordar que aquella maldita mañana a Miguel Ángel, su sobrino, la explosión le dejó sordo pero vivo. Llegado un momento sus oídos decidieron dejar de escuchar lamentos y cerraron sus puertas al espanto para siempre. El hall de Santa Eugenia es pequeño, para acceder a la vía que conduce a Madrid hay que subir una escalera estrecha que termina en un punto de luz y en un viento seco y frío. Allí también espera Julián que es taxista y que recuerda como esa mañana estaba por la zona y no dudó en aparcar el coche y el trabajo para rescatar víctimas, (por el tono de su relato se nota que Julián después de lo vivido también es “víctima”). Los que vivieron aquellas horas lo hacen sin elevar mucho la palabra, como si temieran no haber hecho lo suficiente. Luego el tren avanza hacia El Pozo. Los vagones tienen dos plantas, la de arriba parece la cabina de un viejo DC-3 con la bóveda curva y la chapa metálica, conservan un aire de película futurista de los años treinta si no fuera por los extintores que dan una nota de color a un gris predominante. Por las ventanillas entra una luz clara, diáfana, ideal para pintar cuadros de ángeles celestiales barrocos. El exterior es una alternancia de imágenes de polígonos industriales con amplias extensiones de campo, algunas zonas son huertos cultivados que a estas alturas guardan el silencio del campo en el invierno. Antes de llegar a la parada de El Pozo el tren pasa por un puente que deja abajo un río de aguas oscuras y árboles que podrían figurar en un cómic de aventuras góticas. Más adelante el convoy chirría hasta detener su marcha, y una vez que se abren las puertas parece que resopla cansado por el esfuerzo contenido. Los bancos de hierro de El Pozo donde esperan los viajeros fueron entonces usados como improvisadas camillas que transportaban heridos en un continuo viaje de ida y vuelta entre los amasijos de chapa. Isabel, igual que Alberto, esa mañana escucharon las explosiones porque viven muy cerca. Ella, estudiante de Económicas, se quedó en casa y Alberto se acercó para echar una mano pero no le dejaron pasar porque ya bastante tenían con el desorden del atentado como para dejar que todos los curiosos se mezclaran por la zona. Alberto dice no tener miedo, Luís tampoco aunque admite que tuvo suerte porque aquel día le tocaba librar, en otro caso hoy estaría para contarlo. Peor destino tuvieron dos vecinos de María del Mar que madrugaron para coger el tren de la muerte haciendo inexacto ese refrán que afirma que al que madruga Dios le ayuda. El precio hasta Atocha es de cinco euros con diez céntimos, curiosamente te garantizan la ida y la vuelta. No ocurrió así el 11 de marzo de 2004. En el destino aguardan las mismas escaleras mecánicas que estaban atestadas de gente cuando la segunda bomba hizo explosión, algunas televisiones emitieron esas imágenes que muchos tienen presentes. Otros sencillamente prefieren no hablar porque no les apetece rememorar lo que vivieron, supongo que pasaría igual si alguien quisiera preguntar a los que Robert Capa fotografío en las lanchas de desembarco ante las playas de Normandía. Saben que hoy es otro aniversario porque hay cámaras de televisión y algunos extraños nos hemos colado en sus vagones para hacerles preguntas, pero ellos hacen este trayecto cada día, suyo es el luto y a ellos les corresponde si quieren el silencio. Mañana volverán a pasar por el torno del acceso a los andenes, volverán a esperar de pie la apertura eléctrica de las puertas de los vagones. Ellos, los viajeros habituales, son los que hacen que esta crónica de madrileños no acabe en vía muerta.

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