Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
A Víctor Macgregor no le asesinaron sin mediar palabra, ni en lo oscuro, sino bajo las luces de la Navidad en Galapagar. Antes de caer le debió dar tiempo a ver el reflejo de un trineo. Apenas faltaban unas horas para acabar el año cuando una multitud enrabietada se cebó con él; linchado y trinchado quedó en el suelo de diciembre. El suyo no fue un crimen de callejón sino el resultado de una pelea brutal en la que participaron muchas personas que actuaban en calidad de bestias.
En la pelea participó más gente que en las posteriores concentraciones de repulsa que se han organizado, algo muy bochornoso. Sin ánimo de ofender parece que la sociedad madrileña maneja un protocolo de repulsa social copiado de un manual de ?fariseísmo ilustrado para cutres?: cuánto más rico y del centro sea la víctima, cuánto mejor sea la familia, cuánto más caro el colegio donde estudiaba, mayor movimiento de las masas. Ahora bien, si la víctima es inmigrante, reside en la periferia y estudia en un colegio público, el interés desciende de manera notable, tanto que parece que ese muerto no va del todo con nosotros. La diferencia entre ambos modelos de repulsa da como resultado cierto comportamiento esquizoide, algo no hacemos del todo bien.
Por desgracia tenemos experiencias recientes que nos hacen pensar que no actuamos de igual forma cuando se trata de un caso de violencia juvenil. Con Víctor Macgregor no se ha reaccionado como con Álvaro Ussía, y la explicación no hay que ir a buscarla muy lejos. Esta sociedad madrileña padece de anestesia social selectiva, algo que nunca admitiremos si nos hacen un cuestionario por la calle. Parece que dividimos a los muertos en dos categorías, y sólo nos movemos cuando son de primera. Que nos perdonen los Reyes Magos pero este año no hemos sido buenos del todo, al menos con la memoria del joven Macgregor, no.
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