Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
Hay mucho mitómano porque existe la necesidad de depender de un mito, por ejemplo de las uvas de fin de año y la creencia de que la vida empieza otra vez a primeros de enero. Pero una vez que ha pasado el trompeteo y el confeti, una vez despejada la sala de canciones usadas y de tacones rotos, queda la sensación de que enero se parece mucho a diciembre, (tanto como nosotros a aquellos que se vestían para ir a la cena del 31). No es nada nihilista, es puro vértigo de reloj: los años nunca pasan por el calendario sino por nuestra espina dorsal. Por mucho que nos apasione la tecnología japonesa no portamos un cuenta kilómetros adosado a las gafas, y de esa manera cada uno lleva los años de la mejor manera posible. Si a partir de los treinta somos responsables de nuestra cara, a partir de los cuarenta lo somos de los huesos y de las goteras que puedan aparecer en sus cañerías.
?Tempus fugit? se puede traducir por corre que te pillo. Y así aparece uno en el mismo sofá de siempre, a la hora habitual, recostado sobre el primer domingo de enero con este frío seco que mira de manera insolente y que saca nieblas de dragón por la boca. A simple vista no se aprecian cambios notables, ni en la piel, ni en las manos; tampoco en la actualidad. De ser cierto el mito del año nuevo entonces una capa doble de polvo vendría a manchar la superficie de los cuadros, llenaría los sofás y se metería dentro de los libros; pero no. Va a ser que las cosas importantes suceden sin calendario y los años cruzan la frontera cuando les da la gana, sean llamados con uvas o no.
Este primer domingo de enero se parece mucho al último domingo de diciembre, siempre y cuando uno sea capaz de encontrar el hueco de su cuerpo en el sofá, (que es una habilidad que se adquiere con el tiempo y la experiencia). Ese motor interno que nos propulsa se alimenta de oxígeno y nos hace cumplir años cuando realmente le da la gana, no cuando lo dicen los almanaques. Por culpa de H.G. Welles tenemos una visión mecanicista de la vida que nos lleva a creer que somos motores dotados de cuenta kilómetros y varilla del nivel de aceite, (conviene poco esa comparativa porque la industria del automóvil está en crisis).
El mito del año nuevo justifica la necesidad de ser perdonados, como si se pudieran olvidar ofensas y ?putaditas? nada más cantar las campanadas. El mito come, cena, toma copas y provoca dolor de cabeza. Quizá por eso este silencio de primeros de año, nadie se atreve a molestar a nadie, no fuera a ser que en el espejo de los demás siguiéramos siendo los mismos. Sí, aquellos que buscan perdón igual que buscan calor de chimenea y tacto de calcetines viejos.
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Etiquetas: la gaceta de salamanca, opinion