Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
Si uno mete la cabeza en la boca del tigre tiene muchas posibilidades de acabar mal el día. Antonio Puertas, el agresor de Jesús Neira, era un animal enfurecido; después de tirar al suelo a la novia estaba tan cargado de ira como para tumbar a un toro de un puñetazo. Era más que un sietemachos, más que un quebrantador de huesos. La cabeza de Puertas era una máquina al servicio del mal, una bala perdida, un sable batiéndose en la oscuridad. Jesús Neira trató de aplacar con palabras a quién no entiende de buenas intenciones, y ahí pasó de auxiliador a malherido. La Ley nos puede exigir el deber de socorro para acudir en ayuda de quién está en peligro pero no nos puede convertir en mártires si la situación nos supera. El Código Penal, en sus artículos 195 y 196 habla de prestar ayuda en caso de no poner en riesgo la vida propia; y de lo especialmente obligados que están a prestar socorro los profesionales de la seguridad. Jesús Neira no es un policía, ni un judoka con varias vueltas de cinturón negro en su cintura; es nada menos que un honesto ciudadano. Lo que hizo fue recriminar, verbalmente, a un tipo físicamente más poderoso y que echaba espuma por la boca. En las imágenes de la cámara de seguridad se puede ver cómo Puertas arremete contra él en un combate que ni siquiera fue desigual; es que no hubo. Jesús Neira no participó en un intercambio de golpes, se convirtió en una víctima del fuego que desprendía el tal Puertas. No se puede prestar ayuda sin evaluar posibles daños secundarios. El Código Penal no defiende con mucho entusiasmo a los que acuden en auxilio y se la juegan. Ya puede trabajar el Ministerio de la Igualdad en ese sentido y pasar de las buenas palabras a las acciones prácticas. En caso de topar con un sicópata acelerado, con uno de esos iracundos de mirada ensangrentada, pasado oscuro y futuro entre rejas, es mejor avisar a la policía que tienen sus protocolos para calmar a estos sujetos que a duras penas razonan porque se extirparon el músculo de la piedad. El maltratador que actúa dominado por la ira no tiene reparos; cien veces que el profesor Neira le hubiera recriminado el comportamiento a Puertas, cien patadas que este bruto le habría dado por la espalda. Y, para colmo, la novia le da cobertura moral diciendo que no había pelea entre ellos y que Puertas es un tipo angelical que tiene sus momentos, como todos. El colmo de la farsa sería que tanto novia como agresor terminen reclamando a Jesús Neira una indemnización por interferir en asuntos ajenos. El profesor Neira hizo lo que hubieran, (o hubiéramos), hecho muchos: mediar en la reyerta, pero a partir de ese vídeo atroz ya existen razones para pensárselo dos veces. No hay Ley que aplique una condena proporcional, y rápida, al agresor de una situación parecida. Tampoco se entiende que existan cámaras de seguridad que sólo valen para repetir las imágenes de atracos y agresiones. De momento la seguridad del Estado donde pone el ojo no pone más que la cinta de vídeo, (poco más). La red de cámaras vale para alimentar de imágenes a una democracia televisada que se asusta de lo que ocurre en la calle. Una ley más fuerte contra el maltratador; y a la vez una defensa más activa de las personas que han salido en auxilio serían de gran eficacia. Por desgracia el ejemplo de Jesús Neira va a retraer a otras personas en circunstancias parecidas, pero a nadie se le puede exigir que sea un ?Cascorro? anónimo que ponga en peligro su físico. Las lagunas de la Ley no las deben solventar los ciudadanos con sangre. No se puede pretender que los transeúntes que veamos una agresión actuemos como Tarsicio, aquel niño romano que pagó con su vida la defensa de la eucaristía.
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