Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
Las imágenes del cuartel de Legutiano destrozado, reventado por una bomba de ETA, nos llevó inmediatamente a aquella otra madrugada en la casa cuartel de Zaragoza. Es evidente que ETA no ha cambiado de actitud y también que la lucha contra el terror continúa, pero lo que muestran los hierros retorcidos de Legutiano es que para luchar contra la banda hay unos españoles que arriesgan más que otros. No es de recibo que la Guardia Civil tenga que vivir en reductos de ínfimas condiciones de seguridad y que representan un objetivo goloso para los etarras. Aquí falla algo: si las fuerzas de seguridad se ven obligadas a recluirse en ghettos, entonces algo hacemos mal. A partir de Legutiano todas las familias que viven en las distintas casas cuartel de Euskadi saben que sus noches han dejado de ser tranquilas. A la tensión laboral de los miembros de la Guardia Civil hay que añadir el estrés que supone estar pendientes de lo que les pueda ocurrir a sus hijos.
Hasta que se logre el fin de la banda y que éstos entreguen sus armas, lo que no hemos solucionado es la vida en las casas cuartel. Muchas de ellas carecen de las mínimas condiciones de habitabilidad y recuerdan a aquellas otras del pasado en las que para obtener agua había que acudir al pozo para tirar de la soga. Las casas cuartel son lo mismo que los fuertes de las películas del oeste, ¿alguien tendría por aceptable que los soldados estadounidenses vivieran en ?Fort Apache? en el oeste de su nación? Pues aquí damos por bueno que familias enteras tengan que hacer sus vidas entre alambres y vallas de seguridad. Y que los niños pequeños jueguen en bicicleta sin salir del patio.
El lehendakari, ese señor que habla de amaneceres tristes pero que tan poco contribuye a que llegue la paz, no ha puesto un puñetero pie en su vida en una casa cuartel. Y, no estaría mal que también preguntara por las condiciones de unas personas que trabajan en Euskadi y se dejan la piel por la libertad del pueblo vasco.
Me gustaría que los guardias civiles pudieran vivir en los pueblos en los que trabajaban y que sus hijos jugaran en la calle, libres, sin nada que temer. Pero mientras subsistan con un sueldo rácano y tengan que suplir los medios con la imaginación, seguirán recluidos en los conventos de la orden del tricornio. Esas casas son una infamia en el siglo XXI, algo que convive mal con la progresía de un Ministerio de la Vivienda. Si la Ministra se diera una vuelta por las casas de los guardias, se vería obligada a clausurarlas, bien por la seguridad o bien por la vergüenza de ver cómo unos españoles se esconden y se agrupan bajo el miedo.
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Etiquetas: la gaceta de salamanca, opinion