Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
Si el alcalde de Madrid perdiera la vocación, (que es posible), la delegada Ana Botella podría alcanzar la vara de mando porque comparte con Gallardón un sentimiento común: los dos le tienen tirria a los grafitis. No hace mucho que el alcalde mandó derribar una valla en la que salía reflejado, por cierto con una calidad artística indudable, y a continuación la delegada de Medio Ambiente presentó un infalible sistema de lavado de paredes urbanas a presión. Doña Ana, como la Academia: limpia, fija y da esplendor. Porque si mucha es la constancia de los grafiteros, mayor aún la de nuestra concejala, (si por ella hubiera sido el Muro de Berlín habría acabado sus días con el hormigón brillante y sin mancha alguna).
Sucede que acotar el arte es siempre una empresa costosa puesto que no hay nada que anime más a los autores que la prohibición de sus trabajos. Lo clandestino es tremendamente morboso. En las paredes donde luce el cartel de: ?prohibido pegar carteles, responsable la empresa anunciadora?, es dónde más afiches se han puesto de circos de gira y cantantes en promoción. Y nunca que recuerde metieron en la cárcel a los Mecano cuando anunciaban su presencia en Las Ventas. Existe una tendencia sublime que lleva a decorar los espacios prohibidos, que se lo digan a los árboles del Retiro donde florecen corazones de tiza en cuanto amaga la primavera con su luz. En mi colegio la pared más escrita estaba encabezada con el sugerente rótulo de: ?tonto el que lo lea?, algo que nadie podía resistirse a leer, porque más tonto es el que prohíbe.
La portavoz de Las Artes de IU en el Ayuntamiento de Madrid, Milagros Hernández, sugiere acotar espacios para que puedan desarrollar su capacidad artística los grafiteros madrileños, lugares donde se pueda tirar de bote de spray sin temor a que los municipales cojan al autor de las orejas y lo lleven al despacho de doña Ana. Y, allí, puestos de cara a la pared y con orejas de burro deberán penar su culpa no sin antes sollozar compasión. Lo mejor sería que les obligaran a escribir su nombre mil veces como hacían en ?La Vida de Bryan? con el palestino que se quejaba de los romanos, aunque al día siguiente todos los muros de la ciudad amanecieran con pintadas subversivas.
El grafiti es una forma de expresión y como tal cualquier medida destinada a limitarlos está condenada al fracaso, y mucho más cuando se pretende que sea con argumento moralizante. Confundir a un artista con un crío díscolo tiene sus efectos secundarios. Imaginemos lo que serían cientos de grafiteros en contra del Ayuntamiento colocando en lugar de imágenes, textos incómodos. La guerra entre el jabón y la pintura siempre la pierde el jabón porque lo subversivo tiene una gran capacidad de reproducirse. No mancha el arte, mancha su prohibición.
Compartir: