Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
Algo tiene una cola de embarque de un gran aeropuerto, quizá un punto orwelliano, que nos hipnotiza y nos vuelve zoombis en romería. En ningún otro lugar de la tierra te someten a tantas humillaciones juntas y las soportamos con la entrega del cordero educado.
La última moda de la T-4 de Barajas es pasar los zapatos por las máquinas de rayos X, de tal forma que el estado de las suelas podría ser tan determinante en tu contra, como unos juanetes sospechosos que hicieran pensar que has estado en las montañas de Tora Bora entrenado por el mulá Omar.
Ya no basta con desprenderte de reloj, móvil, chaqueta y cinturón; ya no es suficiente que te aplasten los reporteros que persiguen a Ana Obregón con el novio acorazado que gasta (a estos dos les debe pagar AENA por animar las esperas); en breve pondrán análisis de sangre y orina obligatorios. Nos darán una bata de hospital para movernos como espermatozoides a la espera de encontrar la salida al placer por la puerta de embarque. Y una voz cenital pronunciará nuestro nombre para vergüenza del colectivo. Estamos a un paso del aquí huele a talibán y yo no he sido.
«Es la seguridad, idiota», dirían los defensores de las nuevas técnicas de castración en masa. ¿No les bastaría con un certificado de palabrita del Niño Jesús? Con ese argumento en mi generación se justificaron las faltas de asistencia a clase.
En la Universidad de Texas han elaborado un documento con 237 razones para mantener relaciones sexuales, como si el sexo fuera algo cartesiano; olvidan la poesía de la siesta o la sinceridad del método aquí te pillo, pues aquí va a ser. Si hicieran ese estudio aplicado a la seguridad en los aeropuertos, pocas me parecen 237 razones para no volar. Como decía Javier Krahe en una canción memorable: «Es mísero, sórdido y aun diría tétrico, someterlo todo al sistema métrico».
Además, como se pongan a investigar, seguro que nos encuentran algún motivo para llevarnos a Guantánamo D¿Or, ciudad de las humillaciones. En la mirada de escarcha de un guardia de seguridad capté que se había dado cuenta de que por mi culpa dejaron de comer los gusanos de seda. Eso ocurrió hace muchos años, pero aquel inquisidor lo sabía. Me dejó pasar porque dos puestos más atrás había un alto funcionario del Estado que se hacía pis en la cama. Iba a Mallorca, una sala de desintoxicación emocional junto a otros desgraciados que pensaron que nadie les iba a ver nunca.
Hay muchos que se creen inocentes porque tienen las uñas bien cortadas y limpias; eso era antes. Ya no vale.
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