Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
A la Casa de Campo… se la tienen jurada: la especulación, la voracidad urbanística, el tráfico y los chulos que viven de sus putas. Pero ella siempre ha sido más fuerte. Podía pensarse que cuando el general Valera tomó el cerro Garabitas, en 1936, la Casa de Campo iba a rendirse y abandonar su aristocrática vida de jardín palaciego, pues no. No lo hizo tampoco cuando la expansión de Madrid en los 80 y 90, ni cuando el tráfico comenzó a dejarle un sendero de humo y alquitrán. La Casa de Campo las pasó canutas, perdió algunos árboles, asistió al paso de unos rallyes y al agobio de los domingueros que cambiaban el aceite del coche con impunidad. La cubrieron de orines, de plásticos, de preservativos, de olores, pero resistió sin dejar de cumplir con su obligación de parque castizo con vocación de bosque europeo.Su fama de indomable es el orgullo de Madrid. Si se hubiera dejado pellizcar por los constructores, tendríamos nichos de viviendas acosadas con vistas al Lago. Como no han podido, repudian que el Ayuntamiento no permita cruzarla en coche. La ecología nunca es un problema demagógico, al contrario, es un problema serio, (salvo que uno crea que Al Gore es un pirado al servicio del oro de Moscú). Bien es verdad que el cierre de la Casa de Campo era una propuesta de los vecinos de la otra orilla, Aluche, Latina y Batán, pero que beneficia también a los de la otra. Hemos visto varias manifestaciones de un lado y cero del otro.Hubo un tiempo en el que se podía pescar en el Lago escuchando las leyendas de los veteranos, como esa que habla del regimiento de caballería mora que está enterrado en su fondo. Historias del único trozo de Madrid que podría reconocer Alfonso XIII si volviera a este mundo. Un entorno que nos pertenece a todos; y ahora que se lo digan a topos, ardillas y duendes. Ya pueden volver a casa.
Rafael Martínez-Simancas presenta El mundo en portada, en Veo Televisión y es colaborador de EL MUNDO
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