Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
Tico Medina ha vuelto a hacer el paseíllo de la crónica rosa bien presentada para escribir un libro de sol y sal donde Ortega Cano queda como estatua de bronce; nunca antes nadie se había atrevido a esculpir en el centro del ruedo, los libros también se hacen mejor desde la barrera. De esa forma, Medina completa la biografía de España en carne viva, puesto que antes hizo lo mismo con Lola Flores, ‘El Cordobés’ y Julio Iglesias; a los tres los encuadernó.
Le faltaba este torero para añadir al retablo donde el autor también aparece reflejado; en un ángulo de la narración se aprecia su cabeza blanca de cronista veterano, siempre vestido entre el camuflaje verde oliva de los que bajaron Sierra Maestra, o ganadero en una barrera de la plaza del Puerto de Santa María, donde o eres Domecq o te lidian como sobrero.
Tico no se ha quitado nunca de amar España, ya sea en sus crónicas o en sus esencias (que es una manera de comerse los adjetivos con aceite de oliva); sobre el hule de la mesa de camilla donde Lola le contaba su vida, Tico juró la devotio hispana por todo aquello que es nuestro producto interior más bruto. Una apuesta por el toro, el cante, el baile y el vino (pero sin que cante la tuna). Quizá seamos una nación que asiste a un mismo espectáculo, pero desde dos zonas irreconciliables: los que están en sol quieren pasar a la sombra porque allí dan merienda de canastilla y sirven vino en copas de cristal.
Hace tiempo que decidieron jubilar al toro de Osborne pero los que aún quedan son una referencia totémica; no hay nada como convertir un objeto en alegal para elevarlo a categoría de culto. Dos noticias relacionadas con el toro vuelven a animar los graderíos: Ortega se viste de luto y oro y José Tomás regresa en Barcelona, ciudad a la que oficialmente declararon antitaurina y descornaron por decisión plenaria y municipal. Por lo tanto, Tomás deberá ponerse encima del vestido de torear una gabardina para quitársela al bajar del coche. O tal vez lidiar con gafas oscuras y con traje, como ‘Fortuna’, aquel matador que hizo faena en la Gran Vía madrileña a un toro huido de un camión. Una estampa de caza mayor que recogió Alfonso en su cámara en blanco y negro, la misma con la que capturó a la pavera o al cochero de punto.
Ortega Cano es torero de sombra y perfume, y José Tomás de sol y muleta sudada; uno señorito y otro guerrillero de los que dan pases a pecho descubierto. Les separan unos cuantos tomos de El Cossío y la estética, porque el primero tira a la copla y el segundo tiene pinta de tocar el cajón con los Ketama. Ortega quiere ser Ignacio Sánchez Mejías porque se lo ha dicho Rocío Jurado en un SMS, y se lo ha creído. Todo pasa por el toro, ese animal que se lidia en la clandestinidad municipal.
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