El pebetero, la cruz y el himno nacional

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

Hubo himno para acabar, estaba cantado que sonaría. Antes hubo una cruz blanca de madera y un pebetero en la plaza de Colón (el viento soplaba fuerte del sur). La puesta en escena era curiosa: dirigentes del PP, no los habituales, a la izquierda del estrado; a la derecha, familiares de las víctimas formando un conjunto enlutado, duro, compacto. La familia de las víctimas siempre es un grupo escultórico de Benlliure que guarda escrupuloso silencio. En cada boca callada hay una historia terrible, como la de el ex guardia civil Manuel González y el ex policía Gerardo Puente, y de piel de gallina, como la de Toñi Santiago, que perdió a su hija Silvia con seis años. Pero la foto nos deja otras perspectivas interesantes; por ejemplo, la presencia de miembros del PP que estuvieron para no participar en el atril. Como siempre, el más aplaudido, Acebes, seguido de Esperanza Aguirre (la que más besos reparte) y luego María San Gil, Astarloa, Ana Pastor… ¿Y quién dijo que no iba a ir el alcalde de Madrid? Bueno, era Alvarez del Manzano, pero a fin de cuentas antiguo alcalde.

El acto estaba diseñado a medida para Alcaraz, que renunció a leer el discurso para dar paso al himno, pero que sacó partido a su protagonismo. Alcaraz, con su corbata de carta de ajuste, fue el que retuvo a los políticos del PP en un espacio reducido desde el que no les podían ver a pie de calle (a él sí). Igual Rajoy se olió la tostada y por eso decidió no acudir. Salvo el público que estaba pegado a las vallas de la parte alta, nadie pudo ver a los del PP.

Abrió plaza María Quintanar, que, en lapsus freudiano, marcó las diferencias entre Gobierno y oposición: «¡Buenas noches Madrid, buenas tardes España!». Estuvo enfática y teatral al pedir que «se haga justicia». Suya es la frase más sonora: «¿Con qué clase de engendros pacta este Gobierno?». Luego intervinieron el ex guardia civil, el ex policía y la madre de la niña asesinada en agosto de 2002. El valor que tiene el testimonio de un familiar es siempre carnal, incluso épico, pero esta vez llevaban un guión bien escrito; sin duda que se ganó en prosodia, pero se perdió emotividad.

Calle abajo, en el asfalto y entre las fuentes, te podías encontrar a público de mediana edad, tirando a avanzada. Quizá por eso destacaba un grupo de jóvenes de la Falange con sus banderas desplegadas. Allí se gritaba contra el Gobierno. «Cobarde y ruin», decía una señora muy elegante. Alguien más atrevido espetó: «¡Socialistas, traidores!». Había más inquina contra Zapatero que contra Otegi.

Luego Alcaraz renunció al discurso y sonó el himno nacional. A mi lado un señor levantó el brazo, pero sus amigos le hicieron bajarlo para que no saliera en la foto. Cesó el viento, se acallaron las voces, daba frío la despedida de los familiares. Encontré a algunos en el Metro, un violinista tocaba El Danubio Azul, un vals cargado de vida que, si no sonó en el Titanic, debería haberlo hecho, porque es más reconstituyente que dos tazas de chocolate con churros.

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