Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
¿Se deben prohibir las fiestas ruidosas en los cascos urbanos? NO
Intentar que las bandas toquen con sordina el día de la patrona es una memez, tanto como regular los decibelios de una saeta al paso de una cofradía de la Semana Santa por el Puente de Triana, o pedir que las murgas de Carnaval suenen a cuarteto de cuerda. En las fiestas huele a pinchitos morunos, a algodón dulce, churros, calamares fritos y todo se envuelve por el estruendo de una tómbola desaforada en la que igual anuncian que se ha perdido un niño que suena una canción para romperse la camisa negra. Mucha gente montando ruido es una juerga, mucha gente en silencio es un velatorio; véase la diferencia.
Básicamente, una tribu monta escándalo cuando está de fiesta, con la sana intención de dar envidia a los poblados vecinos («que se joroben»), y para atraerse a los dioses protectores (buenas cogorzas colectivas se agarraron los romanos para dignificar a Baco. Los dioses nunca están con los aburridos). Sin duda que nos influye el efecto latino, llamémosle latitud, y que podría definirse como una predisposición a las reuniones bullangueras, incluso una obligación a seguir por la huella sonora trazada por nuestros mayores. No es lo mismo el Carnaval de Tenerife que la fiesta del cuerno celebrada en honor al dios Wali y a la princesa Rinda en los países nórdicos; no es comparable una charanga callejera a beber del asta de un toro y darse cabezazos en el casco de vikingo hasta desfallecer. Si el ruido no está presente en las celebraciones mediterráneas, nos lleva a pensar que algo malo ha ocurrido, cualquiera que llegara a un pueblo en fiestas y no escuchara la natural carajera pensaría que la ciudadanía habría sido abducida por marcianos.
Las fiestas son para retar a la muerte y decirle que todavía estamos vivos, Carnales-carnívoros y felizmente ruidosos, y cuanto más leña al mono mayor será la burla al destino. Es aquello de grite usted o le gritarán los demás, un sentimiento tan básico que no se puede desmontar por normativa municipal. Si una fiesta fuera prohibida acabaría por aflorar por otras partes: si les impiden cantar en la calle lo harán en las plazas, si les quitan las trompetas tocarán bombos, si les declaran fuera de la ley se volverán forajidos del carnaval. Silenciar las fiestas es tan absurdo como detener olas con abanicos.
Sin duda que hay que perseguir el ruido cotidiano y gratuito, aquel que resulta incómodo para la convivencia, pero sería muy maniqueo aplicar las pautas de la normativa urbana corriente a lo extraordinario de una celebración. A eso se le llama vecindad; soportar la jarana (aunque no te guste) es también ser buen vecino. En otro caso llegaríamos al absurdo de crear zonas para bullangueros y zonas para irritables. Parte de la condición humana reside en aguantar a los demás porque en realidad somos nosotros mismos.
El ejemplo más coherente de cómo se debe tomar con sentido del humor una broma de Carnaval es aquello que contaba Gila: «Vaya petardo que le pusisteis a mi hijo, ¡le reventó la oreja al chaval!, pero es lo que digo yo: si no sabes aguantar una broma te vas del pueblo». Metáfora perversa que nos dice que no hay fiestas eternas y que una cosa es la bronca diaria a la que hay que combatir, y otra la diversión puntual que se debe tolerar en beneficio de todos, aunque te quedes sin oreja. Más que nada para no seguir por el peligroso camino de considerar a la ceremonia del té en Buckingham como la repanocha de la diversión y el jolgorio.
Compartir: