Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
Un sociólogo especializado en concentraciones públicas tendría que explicar por qué los manifestantes de izquierdas bajaban hacia Colón por el lateral izquierdo de La Castellana. Y también por qué el punto oficial de reunión para autoridades se había establecido en la esquina de la calle Recoletos donde casualmente luce un cartel de la agencia de Viajes Ecuador, ya estamos con el sarcasmo gramatical.
A la hora convenida arrancó la cabecera integrada por Manuel Chaves, Jesús Caldera, José Blanco, (tapado inicialmente por la altura del cartel), Pedro Zerolo (cada vez más capitán Sparrow), Carmen Calvo, Rosa Regás, Miguel Sebastián, Rafael Simancas, Diego López Garrido, José Saramago, Almudena Grandes, Cándido Méndez y José María Fidalgo. Había una extraordinaria presencia sindical que se plasmaba en los petos blancos de CCOO y UGT. Se partía de la idea de «caminar sin gritos y luego a casa» pero toda manifestación tiene una parte importante de cántico dominguero y, a falta de buscar un estribillo, mientras arrancábamos o no, los presentes la tomaron con una periodista del canal autonómico: «¡Telemadrid, manipulación!». Pero si alguien hubiera dicho «¡Hola don Pepito!», en la otra acera se le hubiera respondido: «¡Hola, don José!»; hacía falta calentar el ambiente y en ese momento era de un sobrio que asustaba, apenas una voz referida a la ausencia del PP, ni gritos contra Rajoy, ni un «¡Zapatero guapetón!», un silencio respetuoso que a poco estuvo de convertir la cita en una estación de penitencia de una cofradía. Y no se trataba de eso. Bien es verdad que la palabra paz es un monosílabo de rima imposible; tuvo que ser un improvisado compañero sindical el que animara con el primer eslogan de la tarde: «Vota paz contra el terrorismo», (no es un gran verso pero por algo había que comenzar), era una consigna políticamente exquisita y que abarcaba todos los matices que se querían destacar. Un espectador gritó: «¡Presidente, presidente!”, y nos hizo sospechar que las cejas góticas más famosas de España se habían incorporado, pero no, probablemente sería por Caldera, al que confundió con Zapatero. No resulta extraño, porque en ese momento la organización había decidido establecer dos líneas de seguridad que nos alejaban de la información, de tal modo que a lo lejos, al fondo, quedaban las caras desdibujadas de la cabecera. Prometo que era una distancia incluso insuperable para una falta de Roberto Carlos; entre ellos y la prensa había un Bernabéu de asfalto, palabra. Si sería abismal la distancia que hasta a Fidalgo se le veía pequeño. A pesar de los intentos por acercarnos, la línea Maginot sindical no cedía ni un adoquín, la consigna era no parar hasta Cibeles y punto pelota. Así que en el despiste de la distancia alguien colocó a Pilar Manjón en el centro de manera intencionada, donde ya se había situado por sí misma Cayetana Guillén cuyo color de pelo podía parecer, (de lejos, claro), el de una militante popular; pero no. La ropa era oscura y el color de pelo predominante, el caoba.
Ya iniciada la marcha, un compañero lanzó un grupo de octavillas «por la paz, contra el terrorismo» que impactaron en la cabeza de algunos ciudadanos que aguardaban en la acera, así que alguien le explicó que era más eficaz darlas en mano que arrojarlas en bloque, no era necesaria aplicar la premura de los tiempos de la ciclostil y la clandestinidad. No es de recibo arrojar octavillas como se tiran los caramelos en la cabalgata de Reyes Magos, lo contundente debe ser el mensaje no la fuerza con la que te llega el papel.
Impresionaba ver Cibeles rodeada de pancartas blancas con el lema Por la paz contra el terrorismo escrito con letras rojas y negras, un mar de buenas intenciones, un paisaje de unidad en el que faltaba el PP, aunque sí que había militantes a título individual que no se cortaban al decirlo. En todo ese mar de carteles apenas había un par de ellos disonantes: «¿Dónde están los obispos?», o «Ni ETA ni carroñeros»; ¿acaso no son la misma materia? Obligados por el empuje del doble cordón de seguridad que estaba empeñado en llevarnos al trote hasta Toledo, lo suyo era hacer cabotaje por el resto de la manifestación. En la letra pequeña y en fuera de las comitivas oficiales uno se encuentra grandes sorpresas, como Petra Mateos (presidenta de Hispasat) confundida entre el personal, o las distintas asociaciones de inmigrantes ecuatorianos llegados de diversos puntos de España. Una de ellas portaba una ancha pancarta machadiana: «Ecuatoriano que vienes a España, te guarde Dios, una de las dos Españas ha de helarte el corazón». Y el corazón tenía un trazo infantil que era realmente helador. A esas alturas ya había niños en carrito y señoras mayores, incluso un despistado peatón que olvidó levantar la pierna para cruzar el pivote del carril bus y se dio el morrazo de la tarde, un herido por la paz.
La manifestación tenía una parte más bullanguera alejada del núcleo oficial, hasta hubo quien se llevó la percusión para animar. Y es allí donde se hacían referencia a las ausencias de Gallardón y Esperanza Aguirre, («Paz y libertad, Esperanza dónde está», es difícil de acompasar pero si lo intentan, sale); también donde se coreaban dos eslóganes con la misma música: «¿Dónde están, no se ven, los obispos del PP?», o «¿Dónde están, no se ven, las banderas del PP?». Incluso un grupo de adolescentes le ponía el punto tierno a la coplilla: «ETA, escucha, así es como se lucha», unas voces angelicales que no habrían despertado de la siesta al ogro de José Ignacio de Juana Chaos. Más atrás marchaba una pancarta de la Unión de Actores y Artistas por la Paz, encabezada por Marisa Paredes y el actor Luis Mari Sánchez. Faltaban otros muchos significados en el No a la guerra, pero entonces recordé que quizá aquella cabeza lejana de la comitiva oficial era la de José Sacristán, ¡atiza, por lo tanto Cayetana Guillén y Sacristán estaban en comisión de servicios del sindicato de actores!, o eso o alguien se había olvidado de Marisa Paredes en la retaguardia. La actriz era el punto de elegancia de una tarde reivindicativa.
Veinte metros por delante caminaba la representación más bullanguera aunque no la más numerosa, la de UCE (Unión Comunista de España), integrada en gran parte por jóvenes con aspecto de Che Guevara y con la boina del Che tal y como se la colocaba para salir en la foto, antes de que el personaje ganara a la persona como icono de la venta de camisetas. Un alumno aventajado de Manolo el del Bombo hacía sonar la maza para acompañar el estribillo: «¡Qué barbaridad, otra vez gritando no pasarán!». Tenían el aspecto de los bolcheviques que chillaban contra el zar en Doctor Zhivago; de haber aparecido en el cielo los aviones de García Morato, todo hubiera cobrado sentido.
Ayer alguien perdió en las calles de Madrid una oportunidad, o la izquierda en aglutinar y persuadir, o la derecha en apuntarse y dejar claro que es la unidad la que dará la victoria sobre ETA. La calle no estaba vacía pero sin duda que había sitio para más gente, sobre todo en la cola final, que, apagada y sin cánticos, se diluía entre el ruido de las escobas de los equipos municipales de limpieza. La paz estaba al fondo pero no se veía por ninguna parte. Una extraña sensación de haber visto pasar una procesión triste.
Compartir: