Arde la calle

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

Veinte detenidos (por ahora), 200 focos ardiendo, 100 incontrolados o dejados por imposibles, 7.000 personas implicadas en las extinciones y 25 aeronaves echando agua entre las nubes del infierno. No es el fin del mundo, es Galicia, agosto de 2006. Zapatero y Rubalcaba están convencidos de que detrás del fuego hay una voluntad de destrucción que tiene nombres y apellidos, una asociación de pirómanos, por eso han puesto a trabajar al fiscal general del Estado que a su vez pide «máximo rigor»; pero el ciudadano sabe que el fuego de la Ley es más lento que las llamas de hoy. Dicen que el miércoles lloverá, demasiado tarde.
El ciudadano que ha olido el miedo cerca de su casa, el que ha visto como los árboles se convertían en antorchas, no olvida y exige coordinación, eficacia y castigo. Cuando se apaguen las cenizas y termine esta lucha cuerpo a cuerpo se encenderá el debate político, asombra que un país de sequía no tenga al fuego entre sus enemigos más íntimos, causa perplejidad que no manejemos un protocolo nacional para las grandes catástrofes en el que se impliquen todos los medios del Estado. Y, ya puestos a pedir, menos leña entre políticos mientras dura el incendio para no echar más chispas sobre la hojarasca. Si no han sido capaces de hacerle frente poco sentido tiene ahora que se tiren la ceniza encima.

Pasma la capacidad de resignación que tenemos ante la catástrofe, todos los diciembres se nos hielan unos cuantos conductores en las carreteras y en verano se queman los bosques. Y lo aceptamos de manera natural como si lo mandara el cielo. El ciudadano de a pie, el que tose y apaga su término municipal con un pañuelo sucio de una semana de humos, no lo entiende. Arde la calle en agosto y más bien parece que no hay explicaciones para las calamidades, ya sea el hombre o el diablo el que prenda la llama no sabemos encontrar una solución. En Galicia las reseñas de las fiestas del verano, o las regatas de Mallorca de la Familia Real, suenan a ciencia ficción, a crónicas de otro planeta. Y es posible que en materia de solidaridad nuestros políticos vivan cada uno en una galaxia distinta.

Por quemar el bosque hay una pena en el Código, y muchas más por actuar de mala fe y arrasar con la naturaleza. Pero no hay pena que compense el miedo de los gallegos acostumbrados a ver nubes y pisar hierba, hoy que esas nubes son de humo y pisan brasas.

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