(“VOCENTO“/COLPISA, lunes 24 de marzo 2014)
Cuándo Adolfo Suárez es elegido presidente del Gobierno era un perfecto desconocido para la opinión pública pero, a su vez, era un perfecto conocedor de la estructura del régimen que aún permanecía en activo, su padrino Herrero Tejedor le había mostrado las entrañas por dentro. Un régimen, sobre todo el de Franco, es un monstruo diseñado para funcionar por sí mismo aunque esté su protagonista bajo una losa de mármol; podía estar muerto el dictador pero las instituciones estaban en plena actividad y no mostraban señales para dejar de estarlo. Suárez conocía el paño porque había sido ministro responsable del Movimiento con Arias Navarro, tenía claro que sus pasos se iban a observar con lupa y que la conocida por “lucecita de El Pardo”, (una leyenda urbana que atribuía una incansable actividad vigilante de Franco durante su insomnio), permanecía encendida. En semejante contexto inició el tímido avance hacia la modernidad llevado con pequeños golpes de timón.
Entre Suárez y la tribu franquista había una relación tensa porque era demasiado joven para ser presidente, tenía 43 años en 1976, recelaban de él porque no era de los de correaje y mirada imperial. La tribu eran jueces poderosos, militares de alta graduación que habían hecho la Guerra Civil, alcaldes franquistas que se mantenía en el cargo. Si unes estos factores y los presentas en un power point en una escuela de negocios nadie daría un duro por el presidente Suárez, estaba claro que la tribu acabaría devorándolo sólo era cuestión de esperar unos meses. Aquel joven abulense de buena planta y mejor oratoria iba a acabar entre los leones más temprano que tarde. Y aquí es donde supo manejar al timón con pulso firme, cualquier equivocación le hubiera costado un disgusto pero Suárez hace dos movimientos sabios, el primero es aproximarse al rey Juan Carlos y a la vez tener cerca al teniente general Gutiérrez Mellado que le pacificaría las conspiraciones de las salas de banderas en los cuarteles. La importancia de la amistad con Gutiérrez Mellado es básica; desde nuestra sociedad del siglo XXI en la que ni siquiera existe el servicio militar obligatorio es difícil tener una idea de lo que era “el ruido de sables”, (y bien que lo hubo). La complicidad con el rey fue total y dicen que llegaron a compartir mesa en largas partidas de mus, con copa y puro.
Cuando Suárez toma posesión las Cortes estaban llenas de diputados franquistas monocordes que de la añoranza hacían su razón de ser, mientras más se aferraran al pasado menos tendrían que temer y es aquí donde el nuevo presidente toma la iniciativa de abrir las ventanas, llevar la luz hasta el fondo de la cueva y citar a Antonio Machado en el Congreso, (“ni está el mañana ni el ayer escrito”). Su habilidad de alumno aventajado del flautista de Hamelin fue la que embobó a los franquistas hasta llevarlos al sumidero de la Historia, nunca antes un régimen había votado hacerse el harakiri y eso fue lo que pasó cuando se aprobó la Ley de Reforma Política, la puerta de entrada para el cambio y el adiós definitivo a las estructuras sostenidas por las Leyes Fundamentales del Movimiento que eran la constitución franquista que sostenía la legalidad vigente. Los dinosaurios, hipnotizados por Suárez, aceptaron de buen grado darse un tiro en el pie, a partir de ese momento se abría un periodo nuevo de incertidumbre pero cargado de emoción y en el que los señores del bigote y el brazo en alto no iban a contar para nada.
Por supuesto que con la visión benévola que da la distancia podría parecer que fue un camino de rosas, y no fue así. Los reaccionarios nunca aceptaron que se les había parado el reloj, que se habían hecho viejos y que la nueva sociedad que se construía de la nada no les aceptaba como compañeros de tertulia. A Suárez le pusieron a parir, soportó mil zancadillas, le llamaron hijo de Satanás, traidor a gritos, pero ya era tarde porque España salía del blanco y negro para entrar en la era de un color tímido. Por las pantallas de TVE se podían ver las aventuras de Curro Jiménez que era un bandolero bueno que practicaba españolidad contra el invasor francés por los caminos de Sierra Morena. Sin que se notara en exceso, y sin pedir cuentas al pasado, la sociedad cambió sin darse cuenta de que mutaba.
Poco le importó enfrentarse a la tribu con tal de hacer desaparecer a la vieja casta franquista que nunca le perdonó que abriera el camino de los partidos políticos. Por asombroso que parezca aquel señor de Cebreros, conservador en formas y antiguo ministro de Arias Navarro logró que tiempo después se legalizara el PCE. Tantos cambios y en tan poco tiempo logrados a base de no pocos cafés y el humo de innumerables paquetes de tabaco.
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