Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
El concejal Pedro Calvo ha conseguido finalmente instalar unas cámaras de vigilancia en la Plaza Mayor. Cualquiera que se haya dado una vuelta por la zona sabe que es un lugar estupendo para carteristas de baja estofa y ladroncillos de menor cuantía. En la Plaza Mayor la vida de un visitante no corre riesgo (salvo por la calidad de algunas sangrías que sirven en la zona), pero si se pone en peligro su cartera, el móvil, o lo que puedan pillar a mano. En cuanto entra un turista con una máquina de fotos se pone en marcha un sistema de detección, un radar del mangante que detecta a la víctima. No me digan cómo pero ocurre igual que cuando el cocodrilo detecta que la gacela asoma la cabeza al río, entonces saca los colmillos y ¡zasca Josefina!, gacela al puchero.
El concejal se ha hecho acompañar del presidente del Tribunal de Justicia Superior de Madrid, Javier María Casas, para que le avalara la legalidad de la medida. La opinión de un jurista puede ser oportuna pero también cambiante. No está muy claro que poner cámaras por la calle no pueda incomodar a los vecinos, bien porque el ojo público se adentre en sus secretos de alcoba o porque terminen sabiendo a qué horas entra y con quién sale.
Puede que la medida sea legal pero resulta escasamente elegante. Además, nadie garantiza que el delincuente sea pillado por aparecer en esas cámaras. En todo caso si te roban te pueden dar la cinta para que guardes un bonito recuerdo de una tarde en la que osaste pisar la Plaza Mayor.
El único sentido práctico que tienen las veintiséis cámaras de vigilancia es que el ciudadano agobiado se puede plantar ante ellas y reclamar a voces a su alcalde aquello que le parezca oportuno. Si todo lo ven, todo lo contarán. Y, si por casualidad sorprende al delincuente, le coge de la solapa y mirando a cámara diga: “¡a Gallardón que vas, chorizo!”.
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