(Revista “AR“, marzo 2014)
Texto de Sara Campelo.
En noviembre de 2011, al periodista y escritor
Rafael Martínez-Simancas le nombraban
director de un conocido diario gratuito, sus
mellizos cumplían diez años y el diagnóstico
de un linfoma detenía en seco su reloj. Este
golpe sordo no acalló, sin embargo, el tictac de un hogar
que los pequeños Lidón y Víctor ponen en hora cada
día. Aquel otoño, Rafael me escribió: “No me puedo
morir. Mis hijos son muy pequeños”. Desde entonces,
este periodista de 52 años ha pasado media docena de
veces por el quirófano, se ha hecho experto en el ‘dialecto
Hodgking’ (denominación sobre la que él mismo bromea)
y ha publicado el libro Sótano octavo (Ediciones B),
en el que narra, con sinceridad no exenta de sentido del
humor, el proceso de su enfermedad: diagnóstico, tratamiento,
relación con los médicos, complicidad con los
enfermos y el trance de comunicar la noticia a la familia,
especialmente a los hijos.
Cuando te diagnostican una enfermedad de este tipo,
la noticia se recibe en solitario y se comparte de inmediato
con la persona más cercana… pero ¿cómo te enfrentas
a decírselo a tus hijos?
Nos planteamos que habría que contárselo también a
ellos y fue decisión mía hacerlo desde la normalidad
absoluta. Mi mujer me secundó con un “te acompañaré
en lo que hagas”, y les dijimos: “Papá está malito, tiene
una enfermedad que es grave pero de la que se va a curar,
¡por supuesto!”, y a partir de ahí nunca les hemos contado
nada que no sea cierto. Ellos me han visto peor y mejor,
me han visto vomitar, someterme al tratamiento entero,
salir de casa camino del hospital… y siempre he respondido
sinceramente a todo lo que me han preguntado.
El juego de la sinceridad es a pecho descubierto…
¿Alguna pregunta de los niños te ha generado desazón?
No. Lo que sí que han provocado sus comentarios han
sido momentos muy divertidos, como cuando en el patio
del colegio le dije a mi hijo Víctor que no llevaba abrigo,
y me respondió: “Papá, yo no tengo frío como tú. A lo
mejor porque yo no tengo quimioterapia”.
De hecho, uno de esos comentarios de Víctor constituye
el prólogo de tu libro.
Sí. Él entendió mi enfermedad en términos de lucha entre
duendes y ogros. Su hermana, Lidón, supo remontar un
bache en el cole porque aunque parece tímida y reservada
ha demostrado ser una niña con mucho aplomo, a pesar
de tener once años en ese momento.
Por lo que se ve, siempre has tenido una actitud transparente
hacia los niños.
He contado siempre lo que era verdad y lo que sentía:
cuando el agua me sabía a cobre, cuando les hacía cerrar
las ventanas porque no podía tocar nada frío por efecto
de la quimio, las veces que no podía llevarlos al parque
por cansancio e incluso cuando le acabé cogiendo manía
a su colonia infantil.
¿Crees que bajo la mirada cristalina de un niño se ven
las situaciones más duras y los problemas con una pureza
con la que los adultos no contamos?
Los niños ven las cosas cristalinas, cierto, pero también
tienen escapatorias con las que los adultos no contamos
y que tampoco nos son propias. Cada edad tiene su responsabilidad,
su forma de afrontar el problema. Lidón y
Víctor lo han entendido perfectamente, pero también tienen
momentos en los que no quieren preguntar por mí y
quieren pensar en sus cosas, incluso otras fases en las que
no quieren sufrir. Y hacen bien. Mis niños lo tienen que ‘‘Las preguntas
de mis hijos
han provocado
momentos divertidos
y frases llenas de
genialidad”
El apoyo de tus hijos, el habérselo contado,
que ellos estén ahí, ¿te ha ayudado a
ser más valiente y superar todo esto?
No. Yo no me quiero apoyar en ellos.
Debo hacerlo en adultos, contar con mi
mujer, mis hermanos y mis amigos, que
han sido fundamentales. A mis hijos debo
procurarles cariño y protegerlos del dolor.
Esa es mi obligación.
El libro lleva la siguiente dedicatoria:
“A los que van a la batalla sin temor”.
Sí, Sótano octavo es un libro de batalla
y por ello se lo dedico a los que van a la
lucha todos los días porque me parece
que son los importantes. Ellos, a los que
conozco y a los que no, a los que son y
a los que están por venir, a aquellos que
piensan que no les va a tocar y les tocará
algún día, esos son mis héroes, mis personajes
favoritos, mis compañeros, esos son
mi casta social.
Hasta el fatídico día de otoño en el que
te diagnosticaron el linfoma, tu salud era
envidiable. Con cincuenta años tu presente
brillaba como nunca.
Sí, el 3 de noviembre de 2011, antes de
tumbarme en la camilla en la que tenía la
ecografía chivata, tenía muchos planes por
delante. No podía imaginar que el futuro
me tuviera preparada esta jugada tan intensa.
Entonces, cuando te toca la bola negra te
preguntas: “¿Por qué yo?”. Pero inmediatamente,
cuando ves a niños de la edad de tus
hijos en ciclos de quimioterapia, piensas: “¿Por qué ellos?”.
Finalmente, te acabas por preguntar: “¿Para qué?”.
Son preguntas muy difíciles…
He tenido que sufrir un cáncer para que, tras una larga
trayectoria profesional, haya hecho la primera pregunta
seria en todos mis años de periodista: “Doctor, ¿me voy
a morir?”. Lo he preguntado cuatro veces en mi vida.
Afortunadamente, la respuesta siempre ha sido agradable,
pero hasta la contestación hay un intermedio en que
lo pasas muy mal, porque te pueden decir “sí” o “no lo
sabemos”.
En ese trance quizá sea mejor no preguntar…
No. Como paciente yo siempre he querido saber la verdad.
La vida está llena de temores y yo necesitaba tener
esa información porque la respuesta: “Te vamos a curar”,
era para mí la parte fundamental y a partir de ahí me daba
igual estar mal, el cansancio, los vómitos o las noches sin
dormir porque sabía que íbamos a ganar.
asimilar, y no siempre es fácil hacerlo con
una noticia tan dura como esta.
¿Crees que esta enfermedad los ha
hecho madurar más deprisa, de una
forma especial?
Yo sé que a ellos les ha dolido. No sé si
han madurado más o no, eso habrá que
verlo con el tiempo, tendrán que pasar
años para saberlo, pero para los niños es
una faena ver a su padre herido. Es una
tragedia, un conflicto y sé que, por ejemplo,
en el colegio hay veces que no lo han
pasado bien. No es una experiencia fácil
y estoy convencido de ello porque siendo
yo muy poco mayor que ellos perdí a mi
padre y fue un trance muy amargo.
Mucha gente en tu situación no hubiera
optado por la transparencia. Algunos
incluso lo ocultan a parte de sus familiares
y amigos. ¿Qué les dirías?
Yo no puedo aconsejar ni condenar. Cada
uno hace aquello que le parece oportuno:
no somos nadie para juzgar a otro, y
menos cuando esa persona está pasando
por una experiencia tan terrible. Hay
gente más cerrada a la que le cuesta
muchísimo abrirse. Yo lo he visto en el
hospital. ¿Lo pasan mejor que yo? Pues
no, tenemos la misma enfermedad y tampoco
te curas mejor por ser más abierto.
Sin embargo, muchas veces verbalizar
lo que estás pasando funciona como si
fuera una terapia.
Sí, pero tampoco te creas que yo lo cuento
todo. Hay veces que no me apetece y
hay que tener en cuenta, además, que si
lo sobrecuentas te puedes convertir en
un latoso y en una persona que solo sabe
narrar batallitas sobre su enfermedad.
Un poco de dignidad siempre viene bien, un poquito de
presencia, estado de ánimo y la necesidad de pensar que
esto es una pelea muy larga, muy dura, y habrá días peores,
otros más cansados y que al final tienes que capearlo
como venga.
Después de dos años y medio en la batalla… ¿ha cambiado
tu relación con los niños?
No, en absoluto. Sí que es cierto que aprecias más a la
gente que quieres, ya que a veces piensas que te va a quedar
menos tiempo y disfrutas del día a día como no te
puedes imaginar. Pero para un padre los niños son igual
de encantadores e igual de pesados tanto si estás malo
como si no.
¿Han leído ellos Sótano octavo, el testimonio de tu
enfermedad?
Lo tienen dedicado, pero les he dicho que se esperen un
tiempo para leerlo. De todos mis libros, es el único que
tiene dedicado cada uno. No lo hice con Doce balas de Cañón, o con
El Amor Patético.
Amigos en el rellano
Además del cuaderno de
bitácora de un paciente,
Sótano octavo es un manual
sobre la amistad, la que
ha recibido a raudales su
autor y que supone “gran
parte de la recuperación”,
según explica en un relato
en el que la gratitud más
conmovedora comparte
líneas con el gracejo más
ladino. “A veces me han
dado ganas de convocar una
rueda de prensa como hacen
los toreros y los futbolistas,
para que me acompañasen
los médicos y se ocupasen
de las preguntas técnicas,
ya que mis amigos me han
llegado a hacer preguntas
imposibles de resolver
sin haber estudiado
Medicina y sacado el
número 1 en el MIR”. A
través de las páginas del
libro, descubrimos que la
sinceridad descarnada no
siempre es bien recibida
por el paciente, que la
complacencia no ayuda
nunca, y menos cuando
estás enfermo, y que hay
cosas que jamás se deben
preguntar.
“
Llevo bastante
mal que me pregunten por
los vómitos y me llama
mucho la atención que
alguien que jamás te ha
regalado flores te pregunte
si quieres que te lleve un
ramo al hospital”. Rafael
asegura: “Si hubiera anotado
las promesas de cañas y
comidas creo que habría
llenado la agenda para los
siguientes años”.
Un asunto de
ogros, hadas
y duendes
Una tarde, volviendo
de una comida familiar
con su abuela, Víctor
Martínez-Simancas
escribió aun sin saberlo
y a modo de prólogo, la
primera página del libro
que su padre publicaría
después: “Papá: sé que
lo tuyo es un asunto de
hadas, ogros y duendes.
Las hadas son el
sistema inmunológico, tu
médula. Los ogros son
el linfoma que ataca tu
sistema. Los duendes
son la quimioterapia.
Como las hadas no
pueden con los ogros,
llaman a los duendes
y luchan con ellos para
expulsarlos”.
Y ¿qué dices del personal que te trata?
Mi fe en el doctor Canales, mi hematólogo, es total.
Siempre he pensado que con el tratamiento de La Paz, el
trabajo de los médicos, enfermeros y auxiliares, y también
con mi aportación, tengo lo suficiente para ganar.
Para un periodista, acostumbrado a contrastar fuentes,
¿es peligrosa la sobreinformación?
Jamás he buscado mi enfermedad en Internet. Ante cualquier
duda, siempre le preguntaba a mi médico.
Utilizas sin pudor la palabra ‘cáncer’. A muchos les
hiela la sangre solo pronunciarla y prefieren referirse a
ella como “esa larga enfermedad”.
Esta enfermedad se llama ‘cáncer’ y luego tiene apellidos.
En mi caso es un linfoma. Nunca lo he enmascarado.
Creo que estás obligado a enmascarar sus consecuencias
en caso de que hagan daño, que molesten a otros o incluso
a ti mismo, pero no la palabra ‘cáncer’. La palabra cura y
la palabra ayuda, y también te puede solucionar un problema,
un conflicto. Si a las cosas no las llamamos por su
nombre, nunca tendrán una dimensión real.
¿Qué te llevó a plasmar en un libro tu testimonio
sobre cómo enfrentarte al cáncer? ¿Buscabas alivio, ayudarte
a ti mismo o quizá pensabas en auxiliar a los que
están en tu misma situación?
La literatura es literatura. A veces ayuda y a veces destruye.
Soy escritor y periodista y tenía la necesidad de
contarlo. Contaba con un buen material narrativo y era
una excelente ocasión. Sótano octavo no es un libro de
autoayuda. En ningún momento pensé que podría venirle
bien a alguien.
Sin embargo, ayuda… He oído que no hay semana en
la que no recibas varios mensajes de lectores a los que tu
relato ha consolado.
Sí, es muy curioso. Es un feedback de gente que ha pasado
por lo mismo, ellos en primera persona o algún familiar,
y también de profesionales de la medicina. Para ellos es
un material inédito, la visión de un enfermo desde el otro
lado. Entre las cartas de los lectores hay mucho agradecimiento
y también un sentimiento descarnado.
¿Cómo te ha cambiado toda esta experiencia?
Me he vuelto más sensible y ha cambiado mi manera de
acercarme a los demás. He colocado a las personas en
escalafones: de más cercanos a prescindibles. También
me ha depurado: el cáncer te hace separar más el trigo
de la paja, te permite saber lo que es auténtico, cuál es el
objetivo principal y qué es lo secundario. Y, sobre todo,
te enseña a perder el tiempo lo justito.
“Esta enfermedad te hace apreciar más a los que quieres,
logra depurarte y te permite saber lo que es auténtico ‘‘
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