Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
Vaya usted con Dios, don Miguel Delibes y que tenga suerte en ese viaje largo que es camino obligatorio para cultos e iletrados porque la muerte nos baraja como naipes locos. Vaya usted con Dios y deje a los hombres su legado de libros y de personajes que fueron la estampa calcada de una España de la necesidad que miraba más la báscula dónde se pesaba la carne de caballo que su alma. Se lleva usted el habla de los castellanos antiguos y una manera de narrar directa y cruda, fue usted más escritor de silencios que poeta de adjetivos saltarinos en columpios de la modernidad. Y de ahí su estilo que, (con su permiso), sólo superó Umbral cuando se fue a Madrid a descubrir tertulias. Pero usted le dio la vuelta a las palabras de Umbral que decía que uno no es nadie hasta que no pasa por la Gran Vía, para usted uno no es nadie si no disfruta del campo castellano y del silencio de los ríos en verano. Umbral se consagró con el ruido que hacían sus personajes y usted con la discreción que dejan algunas vidas al pasar.
Se va con Delibes un lenguaje puro y una escala de colores sencilla, una forma de escribir desde el periodismo que hizo grande todas sus letras, (hasta las minúsculas), y que aunque vivió sin el Premio como a un Nobel se le despide igual que le pasó a otro Miguel, (Unamuno). Y se marcha, también, un perfil de campesino español que entronca directamente con los siervos de la gleba: humilde, callado, duro, poco expresivo y manso; un hombre de luto que recelaba de los que decían que la tierra era redonda porque no veía nada más que camino llano en todos sus horizontes, el último campesino en el que se fijó Machado. Un modelo de español que honraba las fiestas de guardar, que iba a misa aunque no entendiera al cura, que temía del amo, que lloraba a sus muertos una generación entera, que le daba pocos minutos al placer y todas las horas al arrepentimiento que brota a los pies de los campanarios de iglesias románicas.
Todos esos se marchan en la comitiva del cortejo fúnebre de Miguel Delibes, “santos inocentes” que se mean en las manos para hacerlas entrar en calor. Se marchan junto a don Miguel por la cuesta arriba con sus pertenencias recogidas en una manta, caminan con zapatos sucios, boina negra, el cuello de la chaqueta de pana levantado, la mirada en otro siglo y un cigarro en la boca. Puede que morir lo hagamos solos pero también es verdad que algunas personas se llevan el pasado como si cerraran una puerta que estaba a falta del último empujón. Cerrada queda sin lástima, ya no es el tiempo de algunas cosas.
No es justo que una vida tan rica como la de Delibes dure tan poco. A ver si él lo averigua en este viaje que ha comenzado hacia el norte.
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