Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
Uno comprende que el cambio de hora es en beneficio del consumo eléctrico y de la reducción de petróleo, pero uno no tiene la capacidad de un reloj japonés para cambiarse de hora tocando un botón. Dicen que la medida afecta más a ancianos y niños, por lo tanto tampoco tengo muy claro cuál es el grupo en el que debo encajarme teniendo en cuenta que paseo por los 45 años, (como dice Carlos Herrera, a esa edad se está de los “cuarenta hacia la muerte”). Y el cambio de hora me ha descolocado más que a la defensa del Real Madrid cuando Roberto Carlos decide tomarse la tarde libre.
Iré al veterinario a hacer cola junto al sindicato de gallos despertadores que también tienen un cabreo sordo en el pico.
El cambio de luz me ha hecho comer a destiempo, amar a destiempo y tener sueño a destiempo. La pregunta que nos podemos hacer es si la realidad es la que marca el reloj o la que uno siente en su cuerpo. En ese sentido estoy como un exiliado con la realidad puesta en la muñeca. O mejor dicho: un muñeco sin muñeca.
Para colmo de males este veranillo adelantado me aleja del otoño. En resumen: un desastre a todas horas. A todos nos llegará nuestra hora, está escrito, pero según parece a los madrileños nos llegará sesenta minutos más tarde. La parca ajusta también su reloj para continuar con el negocio de recoger cuerpos por la ciudad, (he visto como los furgones de la morgue hacen su último viaje por la M-30).
Es la realidad, dicen, pero tiendo a pensar que nos la han cambiado. Me sobra tiempo, ahora mismo pongo un anuncio por si alguien quiere comprármelo.
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