Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
Juan Carlos García Regalado es otro de la cofradía de los “atados a la columna”, compañero de los que hacemos estación de penitencia en las páginas de un periódico, un brillante columnista de lo cotidiano que maneja la prosa en forma de arcilla. A Juan Carlos le pueden leer en LA GACETA, pero si quieren “disfrutarlo” en el sentido más amplio del término les recomiendo vivamente su último libro “Portugal en Polaroid”. Libro de poesía disfrazado como diario de viaje. Juan Carlos se ha cogido su soledad (para conocer hay que viajar sin compañía), una cámara de fotos instantánea y ropa cómoda. El resultado no puede ser más espléndido, el libro está vivo como besugo en una lonja; hay olores, sabores, postales y paseos nocturnos.
Tengo la impresión de que el autor ha hecho el mejor viaje posible: primero ha conocido Portugal por Pessoa y sus fados, y más tarde ha decidido pisar tierra con la curiosidad del explorador que se adentra en un nuevo mundo. En realidad todo descubrimiento personal tiene siempre categoría de exclusiva, aunque se trate de un lugar por el que han pasado cientos de personas esa misma mañana; cada callejuela la hacemos cosa propia sin tener en cuenta que el paisaje no es de nadie. Ocurre también con el amor al que creemos descubrir sin admitir que repetimos el rito que marca el instinto aunque ayudado por las frases de Bogart que era un canalla de lo evidente. Enamorados y viajeros piensan que siempre estrenan zapatos.
La polaroid es la máquina más simple que existe, uno enfoca y atrapa la luz, exactamente igual que cuando mira por la ventana de un tren, y tiene que ser muy hábil porque el instante pasa muy pronto, si te descuidas se cuela en el objetivo un autobús de japoneses en tránsito. Juan Carlos no ha hecho un despliegue de medios porque no se trata de hacerle la competencia a la Guía Michelín, es el libro de un peregrino que no busca absolución sino posada. No hay deseo de ir tras la divinidad, con una cama cómoda para ordenar los recuerdos ya basta. Hay un placer por el viaje como enseñó Ulises, por sentirse perdido, por contar la pequeña historia de un mercado, (de las crónicas como de los bollos también se tiene que hacer la digestión). Le tengo que dar las gracias al autor por prestarme sus recuerdos y su polaroid para ser viajero durante unas doscientas páginas. También por mostrar la vida cotidiana con su luz propia, por acercarme el olor del Atlántico a esta mesa en la que escribo. Aún en momentos inciertos entonemos el “menos mal que nos queda Portugal”, el cuarto al que vamos pocas veces de visita. Ese país del que nunca informan cuando sacan el mapa del tiempo en televisión.
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