Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
Rafael Martínez-Simancas.- En los entierros lavamos nuestras conciencias, nos gusta asistir para darnos cuenta de que estamos vivos y para sentir una piedad (breve) por el finado, luego cada uno vuelve a sus actividades cotidianas. Esto no quiere decir que todos los que guardan cola para ver el cadáver del Papa sean personas depravadas ni gente sin alma.
A Juan Pablo II le han confeccionado un funeral de faraón de las pirámides con dimensiones de producción de Hollywood. Los más fascinados son los turistas norteamericanos que aguardan turno como el que acude a la mayor atracción del mundo. Es perverso, duro, desolador pero al final los mensajes se tapan en beneficio de la estética. Poco importa quién fue ni qué dijo, se valora más la puesta en escena. Y hoy por hoy nada hay más admirable que una procesión con monaguillo.
Juan Pablo un faraón de Polonia escoltado por unos anacrónicos guardias suizos que son plumíferos a rayas con una lanza en punta. A su lado las sotanas de los grandes sacerdotes con caras sacadas de cuadros antiguos, algunos pueden llevar allí desde Urbano II (el Papa de las cruzadas), cumpliendo con su obligación de crear el decorado del mito.
En un día un millón de personas, de aquí al viernes serán tres millones. Juan Pablo II le presta su último servicio a la Iglesia católica: triunfar en las televisiones después de muerto. Será santo por aclamación, todos los de la cola, puestos en fila, llegan al cielo.
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