Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
En baloncesto no hay victoria que no sea griega en el sentido clásico, (las de la política son clásicas también pero tienen más de sicilianas). En el básquet sólo de estar en el precipicio puede salir el triunfo absoluto o la tragedia sin paliativos, punto y pelota, o mejor pelota y tres puntos como le pasó al Unicaja para entrar en la final a cuatro.
Antes de que se colara el triple que ejecutó al Barça, el base argentino Pepe Sánchez ya había visto la película delante de sus ojos, por eso le salió bien, aquello flotaba en el aire tal y como lo había soñado mil veces, el balón iba tan lento que hasta podía ver las partículas de polvo en suspensión y adivinar un rugido de selva en la grada.
Algo parecido ocurrió en Charleroi el pasado martes cuando los directivos del equipo merengue animaban tanto como los jugadores del banquillo, había fe colectiva en la victoria y ésta casi estaba obligada a decantarse del lado madridista porque no tenía más remedio, ¿cuántas canastas metieron los brazos en molinillo de Melchor Miralles al que sólo le faltó quitarse la corbata y pedir al entrenador que le sacara a la pista? Miralles motivado era Lou Carneseca en persona, no se podía tener mayor fe en la victoria y eso que al llegar el descanso nadie podía adivinar un final de violines. No pasemos por alto los tapones virtuales que ponía Ramón Calderón cuando el Lietuvos Ritas se acercaba al perímetro blanco.
La primera victoria en la era de Calderón llegaba por la vía del baloncesto, sección no siempre bien comprendida en el club blanco y que tantas veces ha salido a saludar al balcón cuando los malos tiempos. Tendencia que con Joan Plaza, Miralles y Calderón han cambiado. No sólo ganan sino que juegan con alegría, con un Felipe Reyes que parece rescatado de la cantera juvenil de Estudiantes, (otro tanto le ocurre a Iñaki de Miguel en la segunda vida que tiene en Málaga, también con pasado demente).
Hay victorias cantadas que son triunfos pasados por agua, bien sea por lágrimas o por la ducha en la que acaba todo el mundo como si se tratara de un bautizo. No hay alegría que no se sude, fracaso que no se llore, o amargura que no pida un vaso de agua; así lo dicen los guiones de las películas más taquilleras.
Los sofocos, como las euforias, se diluyen en vapor caliente que empaña los objetivos de las cámaras dando una impresión de baño turco a todo lo que se filma en un vestuario.
Por eso la camisa de Ramón Calderón parecía la de un almonteño el día de la procesión de la Virgen del Rocío, la sequía (de resultados) es mala para los campos y para los directivos. También es posible que los brazos en molinillo de Melchor Miralles no fueran más que gestos para enseñar a nadar a sus jugadores, prepararles en los momentos en los que ni los pivots hacen pie, porque hay calvarios transitorios que son peores que subir una bombona de butano al K2.
En definitiva, se puede afirmar que no hay alegría deportiva que no se amase como el barro: con algo de técnica de artesano pero con mucho de creación de artista. Días en los que a pesar del sudor y el desgreñe la suerte te besa en la boca.
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Etiquetas: deportes opinión, el mundo