(“COLPISA“, VOCENTO, sábado 19 de octubre 2013)
Autor: Antonio PANIAGUA
Al periodista Rafael Martínez-Simancas le dieron hace casi dos años una mala noticia. La ecografía mostraba unas manchas preocupantes que acabaron revelando su peor faz: un linfoma, un cáncer en la sangre. Desde entones hasta mayo de 2012 el escritor e informador ha pasado por seis sesiones de quimioterapia y visitado cinco veces el quirófano.
Cuando le confirmaron que padecía un linfoma no Hodking tipo B folicular grado 3 se le quedó cara de pánfilo. No entendía el galimatías. Después le explicaron que su cáncer era de “evolución lenta pero enormemente agresivo”. Su primera reacción fue pensar por qué precisamente él. Y a continuación se hundió en el desconsuelo, en “un paisaje lunar en que eres el único habitante”. Pero una vez superado el primer golpe, Martínez-Simancas ha hilvanado un relato valiente y bienhumorado sobre su lucha personal contra el cáncer. El resultado es el libro ‘Sótano octavo’ (Ediciones B), con el que intenta ayudar a otros pacientes que se encuentran en el mismo trance.
Nada más saber que padecía un linfoma, Martínez-Simancas tomó conciencia de su soledad. “A partir de ese momento la vida ya no es igual. Te condiciona, te obliga a pasar por unas revisiones periódicas, a controles de sangre casi semanales, con el temor siempre a una posible reincidencia”, asegura.
La quimioterapia tiene consecuencias ambivalentes: arrasa con células sanas y malignas. Se lo dijo una doctora a Simancas con un toque de candor: “te ponemos malito para luego poder curarte”. Aparte de los daños y efectos secundarios, lo malo es que el “chute de quimio” le dejaba al escritor un sabor metálico en la boca. “La quimio cambia el sabor de las cosas, sobre todo del agua, que empieza a saber a metal. Ahora no puedo soportar el olor del embutido ni del jamón. Hay gente, sin embargo, que lo lleva muy bien”. Dice la verdad Martínez-Simancas cuando asevera que hasta una tortuga puede parecer ágil al lado de un paciente enganchado a ese gotero que libera un líquido naranja. La exministra de Exteriores Ana Palacio le confió al autor que después de una de esas sesiones se encontraba como si hubiera aterrizado en Marte.
Cuando a uno le diagnostican un cáncer, aparte de ese descenso al “sótano octavo”, el enfermo se tiene que armar de paciencia ante las preguntas absurdas que le plantean los amigos. Desde “¿te sientes mal?” a “¿quieres unas flores?”, las inquietudes de los allegados por el bienestar del paciente rozan el humor surrealista.
Lidón, la mujer de Martínez-Simancas, se hizo con una carpeta color lima para guardar los papeles de la enfermedad, los informes, las altas, los análisis y citaciones. Pronto la carpeta empezó a engordar y se hizo tan voluminosa que necesitó apartados y archivadores, de modo que unos documentos remitían a otros y crecían como las matrioskas. En esta historia clínica improvisada están recogidos la aparición en el cuello del primer ganglio centinela, gracias al cual se sabe la tipología del linfoma, la operación para extirpar un melanoma o el expediente en que le prescribían la realización de un autotrasplante de médula ósea. Como dice el propio afectado, a punto estaba de adquirir un ‘bono-quirófano’.
Pese a que no es el mejor lugar para hacer conocidos, en el hospital se acaban haciendo buenos amigos. El periodista conoció en el hospital La Paz de Madrid a un hombre extraordinario. Se llamaba Víctor, era octogenario, tenía leucemia y estaba muy enamorado de su esposa, una mujer con la mente desvaída por el alzhéimer. De su pensión vivían él, su mujer, su hija, el marido y dos hijas. Víctor murió y dejó como legado a Martínez-Simancas una de sus piedras, porque le gustaba coleccionar minerales. “Quería morirse y lo logró a pesar de que dejaba aquí a la mujer que más le había gustado en su vida y que, tocada por el alzhéimer, le olvidaría muy pronto por desgracia. Los girasoles no viven mucho tiempo”, escribe el autor.
También ha conocido Simancas a médicos y enfermeras dignos de un homenaje. Ha abusado de la confianza de María Alcocer, una buena doctora y amiga reencontrada al cabo de los años a quien Simancas asaetaba a preguntas sobre sus síntomas y evolución.
Estando postrado en la cama y siendo asiduo visitante de la sala de hematología, uno aprende a apreciar el valor de las pequeñas cosas. Desde la alegría por el viernes que preludia el fin de semana hasta el gusto por vestir un pijama propio y no esos trapos tan desangelados que el hospital procura a los pacientes. El testimonio de Rafael Martínez -Simancas acaba con su autotrasplante y la recepción de una “médula tierna”. Lo que acontece después está aún por escribir.
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