Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
El inquietante oficio de enterrador pone punto y final a la serie sobre los trabajos más denostados por los españoles. El presentador del programa «El Mundo en Portada», de VEO televisión, Rafael Martínez-Simancas se mete en la piel de un sepulturero. El miedo, el asco y la repulsión son emociones prohibidas. Por 1.200 euros al mes se «convive» con la dramática rutina de la muerte.
un día duro. Nuestro ?sepulturero? remueve la tierra.
Levantando una lápida, una de las tareas que más fuerza requiere.n.
Por último, descanso en el vestuario, donde se charla y se juega a las cartas.
Por Rafael M. Simancas
Medio Madrid debe de estar desayunando café con churros a esta hora temprana del día, y nosotros (la cuadrilla del turno partido) desenterrando un cuerpo que lleva más años muerto de los que pasó vivo. Pero no hay nada que sea sórdido o que pueda servir para argumento de un relato de terror; al revés, una luz blanca de un sol naciente cambia las sombras del cementerio por la realidad de un trabajo como otro cualquiera aún con sus matices. Mi compañero está metido en la fosa, bastante profunda. Tendrá que salir apoyándose en la pala. Trabaja en manga corta a pesar de que en la superficie hace frío, un viento helado de febrero que tan propio es para desenterrar muertos.
A dos metros y medio bajo tierra se siente el calor, sobra la chaqueta, se nota la humedad y se trabaja con diligencia: en la superficie la pala amontona la tierra y restos humanos, ropa y lo que debió ser una corona de flores con una cinta de letras doradas que se borraron. Estamos en un proceso de «reducción», y cada miembro de la cuadrilla sabe lo que tiene que hacer: en el capacho, los jirones irreconocibles de la mortaja, la guata de la almohada del ataúd y el despojo de la corona; en la carretilla, la tierra. Y en un ataúd metálico acaban los huesos, en una caja diminuta cubierta con una sábana que sirve de último sudario, póstuma unión familiar. Las tibias en las películas son blancas, las de verdad marrones y con extremidades muy negras, como si hubieran ardido. Hay que reconocer que para empezar el día es una emoción fuerte, ningún otro oficio se puede comparar con éste.
Ellos, los sepultureros del cementerio de La Almudena de Madrid, se extrañan cuando les cuento que pocos españoles quisieran hacer su trabajo, «pero no está tan mal, una media de ?.200 euros y a las tres a casa, o a las seis si eres del turno partido. Eso sí, en una oficina no te manchas el traje, puedes salir de bonito a la calle, y no tienes que aguantar las bromas de los vecinos. La gente nos pregunta cosas de lo más absurdo, se creen todas las películas que echan por la tele».
Invisibilidad. Los sepultureros, mis compañeros, han desarrollado un sentimiento de protección como los que tiene cualquier tribu. Casi todos tienen parientes que trabajan en alguna actividad relacionada con el cementerio. Pueden dar el aspecto de duros, o de invisibles porque nadie se fija en ellos, pero en realidad forman un grupo de buena camaradería, dispuestos a colaborar, con humor sano (cuando nadie les escucha) pero sobre todo con un enorme sentido del respeto y del honor, como podrían tener las tropas de los tercios de Flandes. Si el honor se puede defender con una pala igual que con una espada, los enterradores son los caballeros del campo santo. Para descansar se me ocurrió recostarme en una lápida y uno me dijo: «Eso nosotros no lo hacemos. Nos parece poco respetuoso».
Por lo tanto el cementerio tiene sus reglas que se deben observar, y los sepultureros tienen también las suyas: a nadie se le obliga a realizar el trabajo más duro, es cuestión de turnos. Si uno lleva el furgón sabe que otro bajará a la fosa, pero luego será al revés, y están prohibidos los sentimientos de asco, de repulsión o de miedo; («A mí las películas de terror me dejan exactamente igual. Le tenía miedo al avión pero luego me quedé dormido en un viaje que hice a Punta Cana. Tenía que hacerme el fuerte delante de mis críos», dice Paco, un hombretón que podría ser un perfecto secundario de western. En realidad en el cementerio no huele a muerto sino a humedad añeja, a tierra quieta, un olor que se te mete en la ropa («tú tranquilo chaval, el primer día hasta te lavas las manos con limón creyendo que todo el mundo te va a oler, pero en realidad lo llevas dentro de la nariz»).
Como barco fantasma. Sorprende la rapidez de sus movimientos. En una segunda actuación y en apenas tres minutos se ha completado la exhumación de un cadáver que llevaba en el nicho desde ?97?. En este caso los familiares se han perdido cómo golpean el ladrillo que cubre el nicho, cómo surge el ataúd deshecho igual que las maderas de un barco fantasma, cómo sacan los restos dejándolos en el suelo y cómo apartan la mortaja a un lado y los huesos a otro. Más tarde terminarán de sanear el nicho para dejarlo preparado para un nuevo enterramiento al día siguiente. Estos trabajos se realizan a primera hora, antes de que empiecen a llegar los coches fúnebres con los nuevos inquilinos y se hace aposta para evitar una imagen que podría resultar desagradable para no iniciados.
La tierra se mueve en La Almudena, nunca está quieta. Puede que pasen ?0 años, o ?00 en algunos casos, pero siempre hará falta la mano del hombre para organizar las sepulturas. Un trabajo a pico y pala en el que no interviene la tecnología porque las dimensiones son muy reducidas, no cabría una máquina excavadora, las tumbas están muy cerca, demasiado en algunas ocasiones.
El agobio de la gran ciudad se refleja también en una necrópolis centenaria en la que han ido a parar los madrileños que dejaron de serlo, y en la que también hay barrios caros y zonas comunes, donde igual hay espacio para mausoleos de diseño vanguardista que para tumbas populares, de monjas o infantiles. La zona VIP de los mausoleos provoca extraños compañeros de viaje: Lola Flores y su hijo Antonio junto a Tierno Galván y muy cerca los aviadores alemanes de la Legión Cóndor que participaron en la Guerra Civil, y más allá la tumba de Fernando Martín a la que a diario acude su madre a poner margaritas blancas frescas. En un rincón varias cuadrillas exhuman, en «el cuartel de los niños», tumbas de chiquillos que murieron antes de acabar el siglo XIX.
Es una actuación que recuerda mucho la construcción de trincheras en un frente de batalla, se trabaja con rapidez para dejar la zona apta para nuevos enterramientos y para reforzar un terreno que se ha vencido por el paso de las lluvias. La comparación con las trincheras define bien el trabajo de batalla y de grupo, el objetivo es ganar la partida a la muerte que todo lo detiene, y permitir que los vivos puedan planificar los próximos ?00 años de la zona.
Soy un sepulturero invitado al que dan la opción de probar todas las técnicas. De manera gentil, pero con cierta sorna desconfían de que me vaya a meter en una fosa profunda para sacar tierra. Antes de saltar al hoyo que me parece un abismo les pregunto si podré caer en falso, «no te preocupes, por debajo de ti hay tres cuerpos más, y encima de ellos tierra compacta, resistirá tu peso». Al coger la pala se ríen porque me ven como un niño haciendo castillos de arena en la playa, demasiado imberbe, en realidad hay que trabajar con su técnica: pisas pala, la hundes y levantas lo más cargada posible. Así una vez, cuatro y hasta cien.
Vaciar una fosa como esa supone mover nueve toneladas de tierra, casi como nueve coches pequeños. Tras llenar cuatro carretillas me detengo agotado, me miran con el cariño y la sorna que se le tiene a un novato. Ellos lo habrían hecho más rápido e incluso echando la tierra por encima del hombro, a movimientos rítmicos como el que manda bogar a los remeros. El único consejo que me dan es: «Cuando toques caja avisa», y pienso que en las películas de piratas dicen lo mismo cuando se refieren al cofre con el tesoro.
Los sonidos del cementerio son brutales, primitivos, los mismos que lleva haciendo el ser humano desde hace miles de años. La tierra excavada suena a dentellada de animal salvaje, parece que se queja porque le obligan a salir del letargo. La tierra cuando cae sobre el ataúd recién depositado hace una percusión que duele en el estómago y eriza el pelo de los brazos. Les acompaño a un par de sepelios que son muy seguidos, y siempre la misma actuación en silencio.
El ritual exige dirigirse a los que están más próximos a la fosa y preguntar: «Con el permiso de la familia, ¿podemos proceder?», y luego con dos cuerdas descienden el ataúd que es un mueble, el mueble que es un cuerpo, el cuerpo que fue una persona, la persona que tuvo vida. Más tarde echarán una corona de flores y luego las primeras paladas antes de completar la despedida. «Tenemos prohibido coger propinas, sería una falta disciplinaria», pero luego me entero de que el capataz se aleja para no verlo, en esos momentos no es de recibo pelearse por una dádiva con alguien que quiere agradecer el trabajo prestado.
Al cabo de un rato, cuando se ha marchado la familia, llegan los marmolistas a sellar la tumba con la losa de granito que pesa en la espalda y te martiriza las articulaciones. La técnica es igual de rudimentaria; no hay máquinas, se hace a mano con la ayuda de unos ganchos metálicos. Lo hacemos entre dos personas, juro que puede conmigo como si una mariposa quisiera detener el viento. Y me pregunto si pesa más la vida que la muerte.
Pestilencias. El asco es una sensación que no está permitida, «en alguna ocasión, pocas, nos encontramos con cadáveres descompuestos. El olor es parecido al de un queso fermentado en un aceite amargo», me lo cuentan como el que ha viajado a sitios a los que el hombre nunca ha podido llegar. Y lo peor, lo más sórdido, es una reducción de restos en un día de lluvia, cuando el agua les tapa la cara y el sudor se mezcla con el agua, y la tierra de Madrid se les pega al mono de trabajo. Pero siempre hay algo más desagradable: «Cuando entierras a un niño. La cara de los padres nunca se te olvida por muchas veces que hayas realizado un sepelio infantil. Procuramos ser lo más cariñosos posible para aliviar un dolor que llevarán mientras vivan». Lo más absurdo es un entierro al que no asiste nadie, «hace poco tuvimos el de un hombre que vivía en una residencia de ancianos, no tenía familia y nosotros fuimos los últimos en despedirle». Junto al cementerio decimonónico convive la zona moderna de las cremaciones, el backstage recuerda a las cocinas de un hotel.
Cuando los familiares despiden el féretro, éste pasa detrás de unas cortinas verdes arrastrado por un operario que lo mueve ayudado por unas andas con ruedas. Ahí los ataúdes aguardan turno como si fueran aviones esperando entrar en pista para despegue. De los tres hornos hay uno en reparación, le están cambiando los ladrillos refractarios. Por un cuarto en el que trabajan en las inscripciones de las urnas se llega a la sala de máquinas. Allí se nota el calor de los hornos a plena potencia, en el indicador aparecen 864 grados y me tengo que apartar porque el fuego es intenso. «Algunos dicen que les damos las cenizas de otro muerto pero es imposible, hasta que no se completa la cremación y se limpia el horno no puede entrar otro ataúd». Arden con la caja, arden con la ropa y con el crucifijo que va en la tapa. En otro cuarto más al fondo descubro una máquina terrorífica. Se llama «el cremulador».
Abren la puerta para que la vea y escucho un sonido de lavadora centrifugando piedras. Se trata de golpes secos y continuos, nadie me lo dice, pero entiendo que ahí van a parar los restos que no se calcinan fácilmente, supongo que los puentes de la boca, las prótesis metálicas y también los huesos más duros. Cuando todo está liquidado, alrededor de cuatro horas más tarde, le harán entrega a la familia de la urna con los restos. El batir del «cremulador» es terrible.
De diez y media a once y media de la mañana la actividad de los sepultureros se detiene. Es el momento del bocadillo, regresan a la base donde improvisan manteles con hojas de periódico, sobre las noticias hay un hombre que corta el salchichón con su navaja, lo hace con detenimiento, a capas iguales y luego las pone alineadas en el pan abierto, para mí ese pan es otro ataúd que recoge el cadáver de un salchichón. Por lógica una actividad de gran esfuerzo físico exige comer bien, y luego una partida de cartas, habitualmente se juega al julepe junto a las taquillas con fotos de la familia y con muchos pósters del Real Madrid. Las manos del sepulturero son grandes y sinceras, cuando te aprietan la tuya te das cuenta de que son tipos fuertes. Tan grandes como desconocidos, «no creo que nuestro oficio esté en extinción, siempre alguien tendrá que hacerlo aunque nos consta que en los pueblos hacen nuestra función los albañiles».
La Tierra siempre está en continuo movimiento, nunca para quieta, esa es la idea que me repite en la cabeza. No tanto porque gire alrededor del Sol sino porque hace falta espacio para nuevos enterramientos. Las flores se secan y la vida pasa, ellos también necesitarán un día que alguien les haga un hueco. Pero por el momento su función es hacérselo a los demás, «es duro, sí, pero para nosotros como otro trabajo cualquiera». Nadie les dará una medalla pero se la merecen por trabajar por la ciudad de los muertos, en ese Ganges de cemento al que no quiere ir nadie. Una condecoración que se la podrían poner en el bolsillo sin que mirara el encargado, igual que hacen algunos con las propinas que se dan por realizar un trabajo que los españoles no quieren hacer y que no tiene precio.
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